Las lecturas de hoy nos recuerdan
cuántas veces vivimos en la desconfianza sin recordar lo que puede el Señor en
nosotros si le dejamos. La súplica de nuestra oración de hoy puede ser: “Señor,
que confíe en tu Amor” y podemos situarnos al inicio de la oración como uno de
esos “arrogantes” que menciona la primera lectura que entregan su vida al
placer y que ignoran la Palabra del Señor. Podemos imaginarnos la vida de esos
israelitas que habían traicionado al Dios de sus padres ante el ejemplo de los
pueblos paganos y su modo de razonar: “Nos parecen dichosos los malvados; a los
impíos les va bien; tientan a Dios y quedan impunes”. Podemos imaginarnos
también ese resto de Israel que se mantiene fiel a la Ley del Señor que sufrían
las injusticias de los otros. Que observaban la aparente buena suerte de los
malos y, sin embargo, perseveraban confiando en el Señor.
Después, podemos dejar que esa
situación ilumine nuestra vida, señalando esos momentos en que nos dejamos
llevar por las apariencias y nos dejamos conquistar por el mundo. Y esos otros
en los que nos abandonamos en sus manos para seguir siendo fieles a pesar de
las dificultades o de caminar a contracorriente. Desde esa reflexión, volvamos
el corazón al Señor diciendo: “Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en
el Señor” y ver cómo nos responde: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis,
llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que
llama se le abre” o “A los que honran mi nombre los iluminará un sol de
justicia que lleva la salud en las alas”. En iniciar un coloquio con Él que nos
sostiene en silencio en contraste con las desalentadoras apariencias del mundo.