16 septiembre 2016. Viernes de la XXIV semana de T.O. – San Cornelio y San Cipriano – Puntos de oración

Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo (Lc 8, 1)
Para la mayoría de nosotros la ciudad es el lugar donde residimos o donde trabajamos. Los profetas, en cambio, personifican a las ciudades. Ejemplos de ello son tratamientos de la ciudad como doncella [(“Serás reconstruida, doncella capital de Israel” (Jr 31, 4)], como madre [(“¡Ciudad afligida, azotada por el viento, a quien nadie consuela! Tus hijos serán discípulos del Señor” (Is 54, 13)], como viuda [(“¡Qué solitaria se encuentra la ciudad populosa! Ha quedado como una viuda” (Lam 1, 1)].
Los lamentos de Jesús “¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida!”(Lc 10, 13) y sobre Jerusalén (“¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus pollitos debajo de sus alas, y no quisiste!” (Mt 23, 37) se inscriben en esta línea de personificación.
Pero sin duda el mejor y mayor ejemplo de esta personificación de las ciudades nos los muestra el profeta Baruc. Dice así:
“Os olvidasteis del Señor eterno, del Señor que os había alimentado, y afligisteis a Jerusalén que os criaba.
Cuando ella vio que el castigo de Dios se avecinaba, dijo: Escuchad, habitantes de Sión, Dios me ha cubierto de aflicción.
He visto que el Eterno ha mandado cautivos a mis hijos y a mis hijas; los había criado con alegría, los despedí con lágrimas de pena.
Que nadie se alegre cuando vea a esta viuda abandonada de todos. Si ahora me encuentro desierta, es por los pecados de mis hijos, que se apartaron de la ley de Dios.
No reconocieron sus mandatos, no siguieron la senda de sus preceptos, | se resistieron a caminar rectamente.
Acercaos, vecinas de Sión, recordad que el Eterno decidió desterrar a mis hijos y a mis hijas.
El Eterno envió contra ellos a un pueblo lejano y despiadado, a un pueblo de extraño lenguaje, que no respetaba a los ancianos ni tenía piedad de los niños.
A pesar de que era yo viuda, se llevaron a mis hijos queridos, me dejaron sola y sin hijas. ¿Y qué puedo hacer por vosotros? El que os causó semejante desgracia os librará del poder del enemigo.
Marchad, hijos míos, marchad, que aquí quedo yo abandonada. Me he quitado el vestido de la paz y me he puesto el sayal de suplicante para clamar ante el Eterno mientras viva” (Bar 4, 8 y ss.).
¿Habitamos en una ciudad con este sentido comunitario, de destino común? No somos individualidades, sino que nuestras vidas se entrelazan con las de nuestros familiares, vecinos, amigos, compañeros, con cuantos se cruzan en nuestro deambular por las calles. Nos salvamos no individual sino (en algún sentido oculto) colectivamente; “en racimo” como escuchamos en alguna ocasión al P. Morales.
Mucho más aún cuando se trata del entorno familiar. “Hoy ha venido la salvación a esta casa” (Lc 19, 9) dice Jesús en su encuentro con Zaqueo. La salvación no solo para Zaqueo, sino para todos los suyos. “Y creyó él con toda su familia” (Jn 4, 53), nos dice el evangelista acerca del funcionario real al que Jesús curó a su hijo en Caná.  Y en los Hechos de los Apóstoles se nos narra que tras el terremoto que en Filipos liberó a Pablo de las cadenas, este indica al carcelero: “Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia” (Hch 16, 31).

Por eso, con la confianza puesta en Jesús, que “recorría todas las ciudades y pueblos”, y dando al término “familia” ese sentido mucho más amplio que abarca a nuestra casa, nuestro barrio, nuestra ciudad, nos atrevemos a pedir con la Iglesia: “Señor, santifica y protege siempre a esta familia tuya, por cuya salvación derramó su Sangre y resucitó glorioso Jesucristo, tu Hijo”.

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