Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo (Lc 8, 1)
Para la
mayoría de nosotros la ciudad es el lugar donde residimos o donde trabajamos.
Los profetas, en cambio, personifican a las ciudades. Ejemplos de ello son
tratamientos de la ciudad como doncella [(“Serás reconstruida, doncella
capital de Israel” (Jr 31, 4)], como madre [(“¡Ciudad afligida, azotada
por el viento, a quien nadie consuela! Tus hijos serán discípulos del Señor”
(Is 54, 13)], como viuda [(“¡Qué solitaria se encuentra la ciudad populosa!
Ha quedado como una viuda” (Lam 1, 1)].
Los
lamentos de Jesús “¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida!”(Lc 10, 13)
y sobre Jerusalén (“¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina
junta sus pollitos debajo de sus alas, y no quisiste!” (Mt 23, 37) se
inscriben en esta línea de personificación.
Pero sin
duda el mejor y mayor ejemplo de esta personificación de las ciudades nos los
muestra el profeta Baruc. Dice así:
“Os olvidasteis del Señor eterno, del Señor que os había alimentado, y
afligisteis a Jerusalén que os criaba.
Cuando ella vio que el castigo de Dios se avecinaba, dijo: Escuchad,
habitantes de Sión, Dios me ha cubierto de aflicción.
He visto que el Eterno ha mandado cautivos a mis hijos y a mis hijas;
los había criado con alegría, los despedí con lágrimas de pena.
Que nadie se alegre cuando vea a esta viuda abandonada de todos. Si
ahora me encuentro desierta, es por los pecados de mis hijos, que se apartaron
de la ley de Dios.
No reconocieron sus mandatos, no siguieron la senda de sus preceptos,
| se resistieron a caminar rectamente.
Acercaos, vecinas de Sión, recordad que el Eterno decidió desterrar a
mis hijos y a mis hijas.
El Eterno envió contra ellos a un pueblo lejano y despiadado, a un
pueblo de extraño lenguaje, que no respetaba a los ancianos ni tenía piedad de
los niños.
A pesar de que era yo viuda, se llevaron a mis hijos queridos, me
dejaron sola y sin hijas. ¿Y qué puedo hacer por vosotros? El que os causó
semejante desgracia os librará del poder del enemigo.
Marchad, hijos míos, marchad, que aquí quedo yo abandonada. Me he
quitado el vestido de la paz y me he puesto el sayal de suplicante para clamar
ante el Eterno mientras viva” (Bar 4, 8 y ss.).
¿Habitamos
en una ciudad con este sentido comunitario, de destino común? No somos
individualidades, sino que nuestras vidas se entrelazan con las de nuestros
familiares, vecinos, amigos, compañeros, con cuantos se cruzan en nuestro
deambular por las calles. Nos salvamos no individual sino (en algún sentido
oculto) colectivamente; “en racimo” como escuchamos en alguna ocasión al P.
Morales.
Mucho más
aún cuando se trata del entorno familiar. “Hoy ha venido la salvación a esta
casa” (Lc 19, 9) dice Jesús en su encuentro con Zaqueo. La salvación no
solo para Zaqueo, sino para todos los suyos. “Y creyó él con toda su familia”
(Jn 4, 53), nos dice el evangelista acerca del funcionario real al que Jesús
curó a su hijo en Caná. Y en los Hechos de los Apóstoles se nos narra que
tras el terremoto que en Filipos liberó a Pablo de las cadenas, este indica al
carcelero: “Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia” (Hch
16, 31).
Por eso,
con la confianza puesta en Jesús, que “recorría todas las ciudades y pueblos”,
y dando al término “familia” ese sentido mucho más amplio que abarca a nuestra
casa, nuestro barrio, nuestra ciudad, nos atrevemos a pedir con la Iglesia: “Señor,
santifica y protege siempre a esta familia tuya, por cuya salvación derramó su
Sangre y resucitó glorioso Jesucristo, tu Hijo”.