Puestos en la
presencia de Dios, pidamos un día más luz al Espíritu Santo para entender las
escrituras. Que nos ilumine como un día iluminó los corazones de los dos de
Emaús que escuchaban absortos las palabras de Jesús.
Saboreemos
lentamente en este jueves las lecturas que nos presenta la liturgia de la
Iglesia. Son a la vez clásicas y bellas, impregnadas de una sana melancolía que
nos hace suspirar por lo que realmente merece la pena.
Siguiendo la primera
lectura podemos repetirnos muchas veces –lo necesitamos- las frases del libro
del Eclesiastés:
“¡Vanidad de
vanidades; vanidad de vanidades, todo es vanidad!”
“¿Qué saca el hombre
de todas las fatigas que lo fatigan bajo el sol?”
“Lo que pasó, eso
pasará; lo que sucedió, eso sucederá: nada hay nuevo bajo el sol.”
“Nadie se acuerda de
los antiguos y lo mismo pasará con los que vengan: no se acordarán de ellos sus
sucesores.”
Nos recuerdan
aquello de que somos polvo y al polvo hemos de volver. Nos recuerdan que las
cosas de este mundo pasan, que poco hay que permanezca para siempre, y nos
hacen desear sólo lo que realmente merece la pena, aquello por lo que
verdaderamente merece la pena vivir y morir.
Pidamos hoy al Señor
que no nos aferremos a lo caduco, que no demás tanta importancia a lo que al
final no la tiene, que nos centremos en lo importante, en lo que de verdad es
capaz de llenar nuestro corazón.
El Salmo 89 nos
recuerda lo que ya decía san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en ti.”
Nos lo dice con
frases que es necesario saborear despacio:
“Señor, tú has sido
nuestro refugio de generación en generación”
Si nos sabemos la
canción, y estamos solos, ¿por qué no tararearla tranquilamente? Quien canta,
ora dos veces.
Seguir leyendo despacio todo el
salmo, dejando que resuene dentro.
Terminemos con esa doble petición:
“Sácianos de tu
misericordia”
“Baje a nosotros la
bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos.”
Eso le podemos
pedir, por intercesión de María, para este día: que sea el Señor quien haga
fructificar todo lo que nos traemos entre manos. Qué a él dirijamos la
intención en todo lo que hagamos, que elevemos el corazón a Dios entre
actividad y actividad.
¿Seremos capaces de
suscitar a nuestro alrededor, a tantos que nos rodean y que, un poco como
Herodes, han matado al profeta de su conciencia, que les molestaba diciéndoles
que no andaban por buen camino, seremos capaces de suscitar en ellos, digo, ese
mismo interrogante que Jesús despertó en Herodes?
«A Juan lo mandé
decapitar yo. ¿Quién es éste de quien oigo semejantes cosas?»
¿Sorprendemos por
nuestra fidelidad al Evangelio, manifestada sobre todo en acoger a todos, en
tener para todos entrañas de misericordia? ¿O quizás nos queremos hacer los
“duros”, manteniéndonos en nuestras posiciones, queriendo dejar claro quién
tiene razón, pero sin dejar asomar la misericordia de Dios a través de nuestra vida?
Sigamos pidiendo, no
nos cansemos de pedir, que el Señor se transparente a través nuestro,
para que surja en muchos corazones el deseo de ver a Jesús, de encontrarse con
él y de que él cambie sus vidas.
Para ello, que
también María mueva nuestros corazones, que tengamos ganas, muchas ganas, de
ver hoy también, despacio, a Jesús.