Llegamos al final del mes de mayo, el mes más bello del año. María
está siendo la protagonista de él. Por eso vamos a intentar leer las lecturas
de hoy, desde su mirada.
Purifico mi
oración antes de comenzar, le pido a Dios que haga Él lo que deseo pero soy
incapaz de conseguir por mí mismo: “Señor, que todas mis intenciones,
acciones y operaciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de
vuestra divina majestad”.
En la primera lectura leemos cómo Pablo recibe la promesa de
Jesús de que no sufrirá daño alguno, pues Él le acompaña y protege. Incluso
llega el momento en que es acusado ante el procónsul, y cuando parece que una
dura sentencia caerá sobre él, es absuelto de una forma sorprendente.
El salmo va en la misma línea: “el Señor nos
somete los pueblos”, “Dios asciende entre aclamaciones”…
Y nos podríamos preguntar si ésta es
la experiencia que nosotros tenemos De Dios en nuestra propia vida, y en el
mundo en que vivimos. ¿Con Dios los problemas nunca nos tocan? ¿Se solucionan
mágicamente? ¿Los pueblos, las sociedades, los gobiernos se someten a Dios,
facilitan que las personas le den culto? Ciertamente no.
El Evangelio nos da la clave, pues parece ajustarse
más a nuestra realidad: habla de que los cristianos lloran y se lamentan cuando
el mundo ríe; habla de una alegría mundana que se vuelve llanto, y de un dolor
de parto que se vuelve vida.
Pareciera
como que hay una continua tensión en toda vida (también en la de los no
creyentes) entre luces y sombras, claros y oscuros, sufrimientos y alegrías.
Pero en
Jesús hay una promesa cierta: la Resurrección no es algo más, sino la clave de
lectura que lo cambia todo en la vida, incluso la muerte.
Creer es
esto: dejar que la luz de la promesa de Jesús se haga realidad en nosotros.
Contemplar
la escena del Evangelio, y presentar ante el Señor aquello de nosotros que
“necesita ser devuelto a la vida”. En
la noche del mundo…, en los claroscuros de mi vida , Señor estás Tú.
Ya lo decía
Benedicto XVI, al concluir los
ejercicios espirituales para la curia romana, el 23 de febrero de 2013, antes
del final de su pontificado.
Creer no es
otra cosa que, en la noche del mundo, tocar la mano de Dios y así, en el
silencio, escuchar la Palabra, ver el Amor.