Ayer comenzábamos el mes de mayo,
dedicado especialmente a la Virgen María. Nuestra oración ha comenzado siendo
mariana, y creo que debe seguir siéndolo. Siempre, pero muy especialmente
durante este mes, oremos desde el corazón de la Virgen. Ella es nuestro refugio
y este año de una manera muy especial porque celebramos nada menos que el
primer centenario de las apariciones de la Virgen en Fátima.
El mensaje de Fátima siempre ha
estado muy presente y vivo en nuestro Movimiento, primero con el padre Morales
cuya vida estuvo muy unida a la devoción a la Virgen María, y particularmente
con el nombre de Fátima porque así lo quiso la Providencia. Ese bendito nombre
marcó los momentos más importantes de su vida, por ejemplo su ordenación
sacerdotal que fue el 13 de mayo de 1942, 25 aniversarios de las apariciones. Y
este amor del padre Morales a la Virgen enganchó primero en los jóvenes
militantes y después en las familias del Movimiento. Para la mayoría de
nosotros, el mensaje de Fátima lo hemos conocido de la mano de nuestro querido
Abelardo, vivido y trasmitido con gran entusiasmo por él; cómo le gustaba
repetir, con la fuerza que daba a sus palabras el “queréis ofreceros” de
Fátima como el Hágase y Estar de María.
La primera lectura nos narra el
primer martirio de un discípulo de Jesús, del diácono Esteban; que según los
hechos de los apóstoles, estaba lleno de fe y de Espíritu Santo. Por amor a
Jesús defiende su mensaje y la comunidad recientemente fundada, la Iglesia. Por
ello, es arrestado y en un juicio impío, los sanedritas, llenos de ira –sus
corazones se consumían de rabia y rechinaban sus dientes contra él- lo
condenan a muerte y su ejecución fue de inmediato, como una manada de lobos, gritando fuertemente se taparon los
oídos y se precipitaron todos a una sobre él. Mientras tanto Estaban oraba
con el salmo de hoy: A tus
manos, Señor, encomiendo mi espíritu.
En el Evangelio de la misa se nos
cuenta cómo la gente pedía signos y pruebas a Jesús para creer en él. “¿Y qué signo haces tú, para que
veamos y creamos en ti?”. Su dureza de corazón les impedía ver la realidad
de amor y misericordia que
es Jesús y que tenían delante de sus ojos. Es la misma dureza que denunció
Esteban antes de ser apedreado: “duros de cerviz, incircuncisos de corazón y
de oídos”. En la oración nos podemos preguntar ¿Y cómo estoy yo? ¿Cómo está
mi corazón? ¿Cómo veo a Jesús? Este debe ser uno de los frutos de la oración,
ver a Jesús, verle en su realidad de amor y misericordia. Para ello necesitamos
como Esteban llenarnos de Espíritu Santo: Veo
el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios.
Pero Jesús que conoce bien nuestra
condición humana sabe que necesitamos de los signos, de un alimento que nos dé
fuerzas y satisfaga nuestras necesidades. Por ello, se ha quedado con nosotros
para siempre de manera visible y asequible, se ha quedado en la Eucaristía que
es el Pan de vida. Alimento que nos da la fuerza necesaria para ver a Jesús,
para vivir como cristianos en medio del mundo y para defender la fe cuando sea
necesario.
Como oración final os dejo el relato
que hizo sor Lucía de Fátima, recordando el momento de su primera comunión y
que está recogido en el libro: Un
camino bajo la mirada de María escrito
por la comunidad de carmelitas descalzas de Coímbra, Carmelo donde vivió sor
Lucia:
¡Dejémosle contar ese Encuentro
inolvidable!:
Comenzó la Misa cantada y, según se
aproximaba el momento, mi corazón latía más deprisa a la espera de la visita
del gran Dios que iba a descender del Cielo, para unirse a mi pobre alma. El
Señor Prior descendió para distribuir el Pan de los Ángeles, por entre las
filas. Tuve la suerte de ser la primera. Cuando el sacerdote descendía las
gradas del altar, el corazón parecía querer salírseme del pecho. Pero, después
que posó sobre mis labios la Hostia Divina, sentí una serenidad y una paz
inalterables; sentí que me envolvía una atmósfera tan sobrenatural que la
presencia de nuestro buen Dios se me hacía tan sensible como si Lo viese y Lo
oyese con mis sentidos corporales. Le dirigí entonces mis súplicas:
¡Señor, hazme santa, guarda mi
corazón siempre puro para Ti sólo!
Aquí me pareció que nuestro buen Dios
me decía estas palabras claras en el fondo de mi corazón:
“La gracia que hoy te es concedida,
permanecerá viva en tu alma, produciendo frutos de vida eterna”. ¡Me sentía de
tal forma transformada en Dios!
No fue una aparición, fue una
presencia. Estas palabras se grabaron tan indeleblemente en mi alma que todavía
hoy son el lazo de mi unión con Dios.