Oración preparatoria: Señor, que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean
puramente ordenadas en servicio y alabanza de tu divina majestad.
Como puntos de oración, y
celebrando así la fiesta del apóstol, os propongo hoy seguir la guía del Papa
Benedicto XVI cuando desarrolló la semblanza biográfica de San Andrés.
Seleccionaré una serie de textos de la Audiencia General del 14 de junio de
2006.
“Era verdaderamente un hombre de fe y de
esperanza; y un día escuchó que Juan Bautista proclamaba a Jesús como "el
cordero de Dios" (Jn 1, 36); entonces, se interesó y, junto a
otro discípulo cuyo nombre no se menciona, siguió a Jesús, a quien Juan llamó
"cordero de Dios". El evangelista refiere: "Vieron dónde
vivía y se quedaron con él" (Jn 1, 37-39).
Así pues, Andrés disfrutó de momentos
extraordinarios de intimidad con Jesús. La narración continúa con una
observación significativa: "Uno de los dos que oyeron las palabras
de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró él
luego a su hermano Simón, y le dijo: "Hemos hallado al
Mesías", que quiere decir el Cristo, y lo condujo a Jesús"
(Jn 1, 40-43), demostrando inmediatamente un espíritu apostólico
fuera de lo común.
Andrés, por tanto, fue el primero de los
Apóstoles en ser llamado a seguir a Jesús. Por este motivo la liturgia de la
Iglesia bizantina le honra con el apelativo de "Protóklitos", que
significa precisamente "el primer llamado". Y no cabe duda de que por
la relación fraterna entre Pedro y Andrés, la Iglesia de Roma y la Iglesia de
Constantinopla se sienten entre sí de modo especial como Iglesias hermanas.
(…) Los Evangelios nos presentan, por
último, una tercera iniciativa de Andrés. El escenario es también Jerusalén,
poco antes de la Pasión. Con motivo de la fiesta de la Pascua —narra san Juan—
habían ido a la ciudad santa también algunos griegos, probablemente prosélitos
o personas que tenían temor de Dios, para adorar al Dios de Israel en la fiesta
de la Pascua. Andrés y Felipe, los dos Apóstoles con nombres griegos, hacen de
intérpretes y mediadores de este pequeño grupo de griegos ante Jesús. La
respuesta del Señor a su pregunta parece enigmática, como sucede con frecuencia
en el evangelio de Juan, pero precisamente así se revela llena de significado.
Jesús dice a los dos discípulos y, a través de ellos, al mundo griego:
"Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad,
en verdad os digo: si el grano de trino no cae en tierra y muere, queda
él solo; pero si muere da mucho fruto" (Jn 12, 23-24).
¿Qué significan estas palabras en este
contexto? Jesús quiere decir: sí, mi encuentro con los griegos tendrá
lugar, pero no se tratará de una simple y breve conversación con algunas
personas, impulsadas sobre todo por la curiosidad. Con mi muerte, que se puede
comparar a la caída en la tierra de un grano de trigo, llegará la hora de mi
glorificación. De mi muerte en la cruz surgirá la gran fecundidad: el
"grano de trigo muerto" —símbolo de mí mismo crucificado— se
convertirá, con la resurrección, en pan de vida para el mundo; será luz para
los pueblos y las culturas. Sí, el encuentro con el alma griega, con el mundo
griego, tendrá lugar en esa profundidad a la que hace referencia el grano de
trigo que atrae hacia sí las fuerzas de la tierra y del cielo y se convierte en
pan. En otras palabras, Jesús profetiza la Iglesia de los griegos, la Iglesia
de los paganos, la Iglesia del mundo como fruto de su Pascua.
Según tradiciones muy antiguas, Andrés,
que transmitió a los griegos estas palabras, no sólo fue el intérprete de
algunos griegos en el encuentro con Jesús al que acabamos de referirnos; sino
también el apóstol de los griegos en los años que siguieron a Pentecostés. Esas
tradiciones nos dicen que durante el resto de su vida fue el heraldo y el intérprete
de Jesús para el mundo griego.
Una tradición sucesiva, a la que he
aludido, narra la muerte de Andrés en Patrás, donde también él sufrió el
suplicio de la crucifixión. Ahora bien, en aquel momento supremo, como su
hermano Pedro, pidió ser colocado en una cruz distinta de la de Jesús. En su
caso se trató de una cruz en forma de aspa, es decir, con los dos maderos
cruzados en diagonal, que por eso se llama "cruz de san Andrés".
Según un relato antiguo —inicios del
siglo VI—, titulado "Pasión de Andrés", en esa ocasión el Apóstol
habría pronunciado las siguientes palabras: "¡Salve, oh Cruz,
inaugurada por medio del cuerpo de Cristo, que te has convertido en adorno de
sus miembros, como si fueran perlas preciosas! Antes de que el Señor subiera a
ti, provocabas un miedo terreno. Ahora, en cambio, dotada de un amor celestial,
te has convertido en un don. Los creyentes saben cuánta alegría posees, cuántos
regalos tienes preparados. Por tanto, seguro y lleno de alegría, vengo a ti
para que también tú me recibas exultante como discípulo de quien fue colgado de
ti... ¡Oh cruz bienaventurada, que recibiste la majestad y la belleza de los
miembros del Señor!... Tómame y llévame lejos de los hombres y entrégame a mi
Maestro para que a través de ti me reciba quien por
medio de ti me redimió. ¡Salve, oh cruz! Sí, verdaderamente, ¡salve!".
Como se puede ver, hay aquí una
espiritualidad cristiana muy profunda que, en vez de considerar la cruz como un
instrumento de tortura, la ve como el medio incomparable para asemejarse
plenamente al Redentor, grano de trigo que cayó en tierra. Debemos aprender
aquí una lección muy importante: nuestras cruces adquieren valor si las
consideramos y aceptamos como parte de la cruz de Cristo, si las toca el
reflejo de su luz. Sólo gracias a esa cruz también nuestros sufrimientos quedan
ennoblecidos y adquieren su verdadero sentido.
Así pues, que el apóstol Andrés nos enseñe a seguir a Jesús con
prontitud (cf. Mt 4, 20; Mc 1, 18), a hablar
con entusiasmo de él a aquellos con los que nos encontremos, y sobre todo a
cultivar con él una relación de auténtica familiaridad, conscientes de que sólo
en él podemos encontrar el sentido último de nuestra vida y de nuestra muerte.