Lectura del segundo libro de los Macabeos
(6, 18-31)
En aquellos días, Eleazar era uno de los
principales maestros de la Ley, hombre de edad avanzada y semblante muy digno.
Le abrían la boca a la fuerza para que comiera carne de cerdo. Pero él,
prefiriendo una muerte honrosa a una vida de infamia, escupió la carne y avanzó
voluntariamente al suplicio, como deben hacer los que son constantes en
rechazar manjares prohibidos, aun a costa de la vida. Quienes presidían este
impío banquete, viejos amigos de Eleazar, movidos por una compasión ilegítima,
lo llevaron aparte y le propusieron que hiciera traer carne permitida,
preparada por él mismo, y que la comiera haciendo como que comía la carne del
sacrificio ordenado por el rey, para que así se librara de la muerte y, dada su
antigua amistad, lo tratasen con consideración. Pero él, adoptando una actitud
cortés, digna de sus años, de su noble ancianidad, de sus canas honradas e
ilustres, de su conducta intachable desde niño y, sobre todo, digna de la ley
santa dada por Dios, respondió coherentemente, diciendo enseguida: «¡Enviadme
al sepulcro! No es digno de mi edad ese engaño. Van a creer los jóvenes que
Eleazar a los noventa años ha apostatado y si miento por un poco de vida que me
queda se van a extraviar con mi mal ejemplo. Eso sería manchar e infamar mi
vejez. Y, aunque de momento me librase del castigo de los hombres, no me
libraría de la mano del Omnipotente, ni vivo ni muerto. Si muero ahora como un
valiente, me mostraré digno de mis años y legaré a los jóvenes un noble
ejemplo, para que aprendan a arrostrar voluntariamente una muerte noble por
amor a nuestra santa y venerable ley». Dicho esto, se fue enseguida al
suplicio. Los que lo llevaban, considerando insensatas las palabras que acababa
de pronunciar, cambiaron en dureza su actitud benévola de poco antes. Pero él,
a punto de morir a causa de los golpes, dijo entre suspiros: «Bien sabe el
Señor, dueño de la ciencia santa, que, pudiendo librarme de la muerte, aguanto
en mi cuerpo los crueles dolores de la flagelación, y que en mi alma los sufro
con gusto por temor de él». De esta manera terminó su vida, dejando no sólo a
los jóvenes, sino a la mayoría de la nación, un ejemplo memorable de heroísmo y
de virtud.
Salmo responsorial
(Sal 3, 2-3. 4-5. 6-7)
R. El Señor me sostiene.
R. El Señor me sostiene.
Señor, cuántos son mis enemigos, cuántos
se levantan contra mí;
cuántos dicen de mí: «Ya no lo protege Dios.» R.
cuántos dicen de mí: «Ya no lo protege Dios.» R.
Pero tú, Señor, eres mi escudo y mi
gloria, tú mantienes alta mi cabeza.
Si grito invocando al Señor, él me escucha desde su monte santo. R.
Si grito invocando al Señor, él me escucha desde su monte santo. R.
Puedo acostarme y dormir y despertar: el
Señor me sostiene.
No temeré al pueblo innumerable que acampa a mi alrededor.
Levántate, Señor; sálvame, Dios mío. R.
No temeré al pueblo innumerable que acampa a mi alrededor.
Levántate, Señor; sálvame, Dios mío. R.
Lectura del santo
evangelio según san Lucas (19, 1-10)
En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó e
iba atravesando la ciudad. En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de
publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa
del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a
un sicomoro para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a
aquel sitio, levantó los ojos y le dijo: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es
necesario que hoy me quede en tu casa». Él se dio prisa en bajar y lo recibió
muy contento. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: «Ha entrado a hospedarse
en casa de un pecador». Pero Zaqueo, de pie, y dijo al Señor: «Mira, Señor, la
mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le
restituyo cuatro veces más». Jesús le dijo: «Hoy ha sido la salvación de esta
casa, pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido
a buscar y a salvar lo que estaba perdido».