Bendigo al
Señor en todo momento.
Vale, es fácil
responder esto que dice el salmo pero ¿lo hago yo? ¿Cuándo bendigo al Señor:
cuando apruebo un examen, cuando me curo de una enfermedad, cuando gana mi
equipo…? Es fácil decir o cantar lo que escuchamos habitualmente, pero qué
difícil es vivirlo.
Bendecir, sí,
no maldecir. Que se nos va la boca enseguida para maldecir de tantas cosas
malas que hay y de tantos disparates que hacen las gentes por ahí... Y, sin
embargo, la propuesta es bendecir. Bendecir más que maldecir. Es más, sólo
bendecir. Maldecir es mirar las cosas con unos ojos amargados. Maldecir es
gastar energías y echar más leña al fuego. Si la cosa ha estado mal, ya
tiene bastante con esa maldad; si encima maldecimos, se propaga esa maldad en
el ambiente. Si se puede arreglar algo, arréglese, pero maldecir no ayuda. Sin
embargo, bendecir sí que ayuda. Se crea un clima tan agradable en torno a la
bendición y al que bendice…
Pero, sobre
todo, es que es cuestión de verdad. Todo es bueno para aquel que cree y confía
en Dios. Por eso hay que bendecir, porque todo lo que nos pasa es de Dios si se
mira con sus ojos. Quizá a ojos humanos puedan parecen algunas cosas
contrariedades, pero cuántas veces esas mismas contrariedades han sido el
principio de un éxito, de una conversión o de un paso adelante. Por eso es
mejor bendecir a Dios por todo. Es como decirle a Dios, te quiero mucho, me fío
totalmente de ti, porque aunque esto me parece malo, sé que es bueno para mí.
Bendecir a
Dios en todo momento. O sea, bendecir por todo, en todos los sitios y en todo momento: cuando
me levanto y cuando me acuesto, cuando me caigo y cuando me levanto, cuando río
y cuando lloro, cuando rezo y cuando callo, cuando escribo estas líneas y
cuando las leo… ¡Bendito seas Señor!
Nosotros somos
unos pobres siervos que hacemos lo que teníamos que hacer: bendecir al
Señor en todo momento.
Como san José
Pignatelli -que celebramos hoy-, aquel jesuita del s.XVIII y XIX, que esperó
más de 25 años, paciente aunque activamente, el tiempo oportuno para restaurar
la Compañía de Jesús, que por diferentes acontecimientos históricos había sido
suprimida. No lo llegó a ver en vida, pero tres años después de muerto, gracias
principalmente a sus trabajos –siervo inútil-, se restauró la Orden que tanta
gloria había dado y ha seguido dando desde entonces.