14 noviembre 2017. Martes de la XXXII semana del Tiempo Ordinario – Puntos de oración

Bendigo al Señor en todo momento.
Vale, es fácil responder esto que dice el salmo pero ¿lo hago yo? ¿Cuándo bendigo al Señor: cuando apruebo un examen, cuando me curo de una enfermedad, cuando gana mi equipo…? Es fácil decir o cantar lo que escuchamos habitualmente, pero qué difícil es vivirlo.
Bendecir, sí, no maldecir. Que se nos va la boca enseguida para maldecir de tantas cosas malas que hay y de tantos disparates que hacen las gentes por ahí... Y, sin embargo, la propuesta es bendecir. Bendecir más que maldecir. Es más, sólo bendecir. Maldecir es mirar las cosas con unos ojos amargados. Maldecir es gastar energías  y echar más leña al fuego. Si la cosa ha estado mal, ya tiene bastante con esa maldad; si encima maldecimos, se propaga esa maldad en el ambiente. Si se puede arreglar algo, arréglese, pero maldecir no ayuda. Sin embargo, bendecir sí que ayuda. Se crea un clima tan agradable en torno a la bendición y al que bendice…
Pero, sobre todo, es que es cuestión de verdad. Todo es bueno para aquel que cree y confía en Dios. Por eso hay que bendecir, porque todo lo que nos pasa es de Dios si se mira con sus ojos. Quizá a ojos humanos puedan parecen algunas cosas contrariedades, pero cuántas veces esas mismas contrariedades han sido el principio de un éxito, de una conversión o de un paso adelante. Por eso es mejor bendecir a Dios por todo. Es como decirle a Dios, te quiero mucho, me fío totalmente de ti, porque aunque esto me parece malo, sé que es bueno para mí.
Bendecir a Dios en todo momento. O sea, bendecir por todo, en todos los sitios y en todo momento: cuando me levanto y cuando me acuesto, cuando me caigo y cuando me levanto, cuando río y cuando lloro, cuando rezo y cuando callo, cuando escribo estas líneas y cuando las leo… ¡Bendito seas Señor!
Nosotros somos unos pobres siervos que hacemos lo que teníamos que hacer: bendecir al Señor en todo momento.

Como san José Pignatelli -que celebramos hoy-, aquel jesuita del s.XVIII y XIX, que esperó más de 25 años, paciente aunque activamente, el tiempo oportuno para restaurar la Compañía de Jesús, que por diferentes acontecimientos históricos había sido suprimida. No lo llegó a ver en vida, pero tres años después de muerto, gracias principalmente a sus trabajos –siervo inútil-, se restauró la Orden que tanta gloria había dado y ha seguido dando desde entonces.

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