El candil
se pone en el candelero para que los que entren tengan luz (Lc
8,16), nos dice el evangelio de hoy. La fe es la luz para nuestro
caminar, sobre todo, cuando caminamos de noche, acometidos por dudas y
oscuridades. Esta luz sería un contrasentido esconderla. ¿De qué nos sirve
ocultarla? Y si la fe nos ilumina a nosotros, ¿qué derecho tenemos a impedir
que la fe ilumine a quienes nos rodean? ¿Tenemos miedo de que, compartiéndola
con los demás, esta fe se debilite y disminuya? La fe cuanto más se comparta,
más crece y robustece. Mientras más uno la tiene y vive de ella, más ve cómo
crece.
La fe es un don de Dios, una llamada. Nosotros escuchamos y moderamos la intensidad de la respuesta. Ignacio interpreta esta gradualidad de la llamada en la fe y nuestra posible respuesta de esta manera (EE 275): primero nos llamó a cierta noticia (Jn 1, 35-42); después nos llamó a seguir en alguna manera a Cristo nuestro Señor con propósito de tornar a poseer lo que había dejado (Lc 5,1-11); y, finalmente, para seguir para siempre a Cristo nuestro Señor (Mt 4,18-20 y Mc 1, 16-18). Considera, en coloquio con el Señor, su llamada y tu respuesta.