En este sábado, la Iglesia nos regala
un evangelio profundamente mariano. Un evangelio que nos invita a venerar a
nuestra Madre, y a hacerlo de la manera correcta. Es decir, no con alabanzas
humanas sino según el corazón de Dios. En el fondo es una invitación a mirar a
nuestra Madre con los ojos del Padre y del Hijo que nos la han entregado como
protectora y educadora de nuestra fe. Estamos invitados a descubrir la grandeza
de María, que es su pequeñez, para dejarnos tocar más profundamente por su mano
de Madre. El Señor, que la conoce bien después de haber vivido en la misma casa
con Ella durante treinta años, nos anima a dedicar nuestra oración a
contemplarla, como también Él la contempló en su infancia. La oración de hoy es
para vivirla con María, nuestra Madre. Cada uno pondrá los detalles concretos.
Cada uno deberemos buscar nuestro momento favorito de la vida de María. La
indicación de Jesús es esta única: acabar bendiciéndola desde el corazón del
Padre.
Para ello, no busquemos en María lo
que hay de meritorio, lo que hay de heroico, lo que pudiera dar lugar a la
vanagloria humana: la posesión de las gracias tan especiales que Dios le dio,
su condición de Madre de Dios, la sacralidad de su cuerpo, etc. Busquemos en esta
mañana todo lo que en la Virgen hay de dependencia: las tareas, las
necesidades, sus dudas, sus miedos, sus sufrimientos, su amor a Jesús, su amor
a José… Todo lo que la llevaba a acudir a la Palabra de Dios como agua viva -como nos dice el salmo: “buscad continuamente su rostro”-. Todo lo que le llevaba al Señor a
fijarse en Ella, y Le permitía -porque Ella se abría- derramar
sus gracias, siempre extraordinarias. Así, sintiéndola cercana, podremos
iniciar con Ella un coloquio, una conversación, para que pueda ejercer su
ministerio de Madre con nosotros.
Busquemos, por tanto, decir con su
Hijo: “Bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” antes
que: “Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”.