Tenemos deseos de felicidad. Si preguntamos a cualquier persona que nos rodea, todos nos confirmarán que la buscan de una manera u otra. Pero ¿dónde encontrarla? San Ignacio, en un ejercicio de introspección, descubrió cómo existe una lucha en nosotros de la que depende que alcancemos o no la felicidad y la paz. Puedo poner mi confianza en lo pasajero, en la apariencia, las riquezas…, para ser conducido a la muerte, o en el don de Dios que conduce a la vida eterna. Es la certeza de que la paga del pecado es la muerte, mientras que el don de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús.
En este momento de oración puedo pedir al Señor que me ayude a sostener
mi vida en él, ser ese árbol plantado al borde de la acequia en el que
no se marchitan sus hojas y da fruto en su sazón, llevando a buen fin todo
aquello que emprende.
Tarea ardua y a veces dolorosa pues, si soy consecuente y sigo al Señor, esta decisión puede llevar consigo a veces la división dentro de la misma familia; Él mismo ha venido a prender fuego en la tierra. Pero un fuego, el del Espíritu, que purifica y que da la vida. Que Él nos ilumine y nos conceda sus dones y sus frutos en el camino de la vida.
