Hoy en el evangelio leemos las bienaventuranzas, el texto programático
del cristianismo. ¿Cómo vamos a orar? No podemos meditarlas en abstracto, como
un mensaje que me llega de lejos, ¡no! Oírlas por vez primera de los labios de
Jesús, más aún, atender su tono suave e incisivo, con el encanto que irradia su
expresión corporal, enmarcadas en la dulzura de su rostro, porque las
bienaventuranzas son su retrato. En definitiva, escucharlas en el fuego del
Espíritu Santo.
Porque las bienaventuranzas son la adoración “en espíritu y verdad” (Jn
4,23). Acoger la vida como un don gratuito que emana de la bondad y dulzura del
Señor; asumirla con gozo, sin tensión, incluso cuando recorre el camino de la
lucha y de la pobreza, sabiendo que el Padre cuida de todo, siempre. Compartir
gratuitamente los dones recibidos, no exigir recompensa, vivir en un amor
gratuito y desinteresado. Comprometer y arriesgar la vida por el Amado. Todo
esto son las bienaventuranzas, y esto solo lo pueden vivir los pobres de
espíritu porque de ellos es el reino de Dios.
Jesús es siervo de Dios y de los hombres. Por eso es el bienaventurado.
María, su madre, es la esclava del Señor. A su intercesión poderosa y maternal nos acogemos para vivir de fe, en la esperanza y por el amor.