«Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Con estas
palabras, Jesús sale airoso de una trampa de la que parece que no tenía
escapatoria: si decía que no había que pagar impuestos, le acusaban a los
romanos; si decía lo contrario, aparecía como amigo de los romanos y enemigo de
su propio pueblo, que solo reconocía a Dios como Rey. El Maestro enseña a dar a
cada cual lo que le corresponde y nos da una gran enseñanza para sus
discípulos: el cristiano es a la vez ciudadano de este mundo y ciudadano del
cielo. El Concilio Vaticano II invita a los fieles laicos a vivir en unidad
esta doble pertenencia: “aprendan a distinguir con cuidado los derechos y
deberes que les conciernen por su pertenencia a la Iglesia y los que les
competen en cuanto miembros de la sociedad humana. Esfuércense en conciliarlos
entre sí, teniendo presente que en cualquier asunto temporal deben guiarse por
la conciencia cristiana” (LG 36).
En la primera lectura vemos el ejemplo de Tobit, que practicaba las
obras de misericordia, cómo busca proceder con justicia y honradez en todos los
asuntos. La desgracia que le ha ocurrido le llevará a pedir al Señor que le
lleve de este mundo, pero Dios escuchará su oración de otro modo, mostrando una
providencia admirable, pues Dios es infinitamente generoso.
“Dad a Dios lo que es de Dios”: como la inscripción de la moneda es la imagen del César, la imagen que lleva grabado el hombre en su ser es la de Dios su Creador. Por tanto, dar a Dios lo que es de Dios es también que mi vida sea para Dios, que mi obrar sea para su gloria y que mi corazón viva para alabarle y adorarle. Bellamente seguía diciendo el Concilio que “los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios (LG 34). Hoy quiero vivir dando al césar lo que le pertenece, cumpliendo con mi deber al servicio de mis hermanos y dar a Dios lo que es Dios: mi libertad, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. “Vos me lo disteis y a Vos Señor lo torno. Todo es vuestro”. El corazón del justo está firme en el Señor (Salmo 111).