Empezamos nuestra oración invocando al Espíritu Santo: “Ven Espíritu
Divino e infunde en nuestros corazones el fuego de tu amor”.
Las lecturas que hoy contemplamos en la Eucaristía nos muestran cómo el Padre
ha hecho nuevas todas las cosas mediante la pasión, muerte y resurrección de su
hijo Jesucristo. En la primera lectura, san Pablo nos relata cómo, gracias a
que el velo se ha caído de nuestros corazones, Dios puede brillar para que
resplandezca en nosotros su Gloria. Nos cuenta San Mateo en su Evangelio que
con la muerte del Señor, el velo del templo se rasgó en dos (Mt. 27:51), como
símbolo de un nuevo empezar bajo el reinado de Cristo. Los que no se dejan
conducir por el Señor, o lo rechazan, porque no ponen su confianza en Él,
mantienen ese velo en su corazón y por lo tanto no pueden ver las maravillas
del Señor y no gustan de vivir felices como Dios desea. Sin embargo, en
aquellos que deciden seguir al Señor, el velo se desvanece, gustan de la esperanza
y de la amistad del Señor y viven lo que dice el salmo: “la gloria del Señor
habitará en nuestra tierra”.
El Evangelio de hoy acompaña esta misma idea. La ley que promulgaban y
hacían cumplir los escribas y fariseos es llevada a plenitud por el mismo
Jesucristo, porque Él hace todas las cosas nuevas. Nos habla de la importancia
de amar a nuestros hermanos como a nosotros mismos y al modo de Cristo. ¡Qué
difícil se nos hace esto¡ Incluso en la mayor de las peleas, Dios ha venido a
hacer nuevas todas las cosas, y es capaz de transformar lo que a nuestros ojos
es imposible cambiar. Por ello, deja tu ofrenda ante el altar, sé coherente y
reconcíliate con tu hermano. ¿Eres capaz? Está claro que con nuestras fuerzas
esto es imposible, pero Dios lo hace todo nuevo y nos hace ver de nuevo su
Gloria.
Te pido, Madre querida, que me ayudes a tener más confianza en Jesús y a hacer, como tú, siempre su voluntad.