Al
inicio de este tiempo de Cuaresma, la lectura del Evangelio nos puede querer
indicar, de manera figurada, que “el novio ya no está entre nosotros”, es
decir, que es tiempo de ayunar. En el tiempo de la Navidad en el que Dios se
hizo carne visible entre nosotros, vivimos un tiempo de fiesta y celebración.
Después vino el tiempo ordinario en el que la Liturgia de la Iglesia nos
presentaba una sucesión de acciones y milagros del Señor durante su vida
pública. De alguna manera eran los tiempos en los que “el novio estaba con
nosotros” y se nos manifestaba. Ahora, en el tiempo de Cuaresma, toca ayunar
como los discípulos de Juan. No tanto porque el novio ya no esté con nosotros
(también estaba en Galilea en tiempo de los discípulos de Juan) sino por que
inicia el camino hacia su inmolación, y este camino no es un camino de fiesta
sino de oración, penitencia y ayuno.
Y ¿cómo
podemos entender esto de ayunar?, porque el lenguaje de la primera lectura
también es figurado, es decir, no podemos entenderlo de manera literal.
Nosotros no tenemos prisiones que podamos abrir, o cerrojos que romper, o
desnudos a los que vestir. ¿Cuáles son nuestras prisiones? ¿Cuáles nuestros
cerrojos? ¿Quiénes nuestros oprimidos? Esos son los pecados del pueblo de
Israel: “denuncia a mi pueblo sus delitos”, pero ¿Cuáles son los nuestros?
Lo
primero que podemos observar es que el ayuno que el Señor quiere está siempre
en función de los demás, es decir, en función de la caridad para con otros, no
centrada en uno mismo. Por tanto, no se trata de ayunar o mortificarse para
atraer las miradas y la atención del Señor. Si no que el ayuno a de ser ayuno
de uno mismo. Ayunar de lo mío para dárselo a los demás. En definitiva, la ley
de la caridad vivida con mayor intensidad y radicalidad en este tiempo de
Cuaresma.
Se trata
de hacer saltar los cerrojos de mi egoísmo con acciones concretas. Esto implica
quitar algo de mi tiempo para visitar a un anciano o un enfermo y así abrir su
prisión de injusta soledad. O comerme mi orgullo y tener un detalle con ese
familiar, amigo o vecino y desbloquear esa relación haciendo saltar los
cerrojos del orgullo herido. O perdonar aquella ofensa que me hicieron y dejar
volar libre a mi corazón, oprimido por el resentimiento durante tanto tiempo. O
compartir algo de mi dinero, mis cosas, mis posesiones aunque estos sean
escasos. O dedicar tiempo a aquellos con los que nadie quiere estar porque son
desagradables, raros o insoportables, y así hospedar a los pobres bajo un techo
afectivo en el que cobijarse. O vestir al que ves desnudo de virtudes, con un
comentario positivo evitando toda crítica o maledicencia. O cuidar
especialmente a los de casa, a esos que, precisamente por estar día a día con
ellos, apenas atiendo, acojo, consuelo o mimo.
Todo
esto y mucho más es el ayuno que el Señor quiere hoy de mí y de ti.