Hijos y herederos, como somos, de los Ejercicios Espirituales, la lectura del salmo 30 que la Iglesia nos presenta en la liturgia de la Misa de hoy, nos hace pensar en su conexión con las Reglas de discreción de espíritus que en su libro nos presenta san Ignacio.
Es el encaje preciso de consolaciones y desolaciones, luces y sombras, gozos y cruces con los que Dios va tejiendo nuestra vida interior. San Ignacio nos orienta de forma acertada por este entramado de sentimientos encontrados, pero ya antes san Pablo nos hizo ver que adoctrinado por la revelación de Cristo (“Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad”) nos transmite su convicción: “Muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor, 7-10).
Y es David, en este salmo 50, quien abriéndonos su corazón nos va a mostrar análogos sentimientos. Comienza con una sincera acción de gracias hacia el Señor por haberle librado de males y peligros, reconociendo ya desde el primer momento que la bondad de Yahvé permanece estable mientras nuestras sensibilidad fluctúa en una permanente inestabilidad (“Al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo”).
A continuación nos hace partícipes el salmista de tres estados de ánimo diversos por los que había pasado, y a la forma en que había reaccionado su corazón hacia Dios en cada uno de ellos.
En un primer momento se veía inmerso en la consolación, rodeado por la prosperidad, por los éxitos (siempre aparentes y nunca evidentes). A punto tal que olvidando su condición de criatura se atribuye semilla, crecimiento y fruto (“No vacilaré jamás”).
Mas he aquí que de pronto le sobreviene la aflicción, la desolación. “El Señor le ha dejado en prueba, en sus potencias naturales, para que resista a las varias agitaciones y tentaciones del enemigo; pues puede con el auxilio divino, el cual siempre le queda, aunque claramente no lo sienta. El Señor le ha abstraído su mucho hervor, crecido amor y gracia intensa, quedándole también gracia suficiente para la salud eterna” (EE3 20).
En esta situación, David se vuelve confiado hacia el Señor. “¿Está alguno entre vosotros afligido? Haga oración” (Sant 5,13), nos dice el apóstol Santiago. Al esconderse el rostro de Yahvé, se hizo más vehemente la plegaria de David: “¿Qué ganas con mi muerte, con que yo baje a la fosa?”, dice, dando a entender que de buena gana moriría, si de ello hubiese de seguirse algún bien. “¿Te va a dar gracias el polvo?”, añade; es decir, el sepulcro. ¡No! Ni le pueden alabar, ni pueden declarar la verdad de Dios los muertos. Intenta conmover a Dios haciéndole ver que si en su desolación llega a caer en los lazos de la muerte (del pecado) ningún bien sobrevendría.
Y así, a su debido tiempo, Dios vuelve a mostrarle su rostro, vuelve a visitarle con redoblada gracia. “Cambiaste mi luto en danzas”. Ya nos lo indicaba san Ignacio.” El que está en desolación, trabaje de estar en paciencia, y piense que será presto consolado” (EE 321).
Y así, en nuestra oración, pongamos toda la confianza en el Padre de las misericordias, recordando con Abelardo que:
El desaliento es soberbia,
el éxito vanidad.
el fracaso es aparente
y abre puertas de humildad.
Dios no te pide que triunfes,
sólo te anima a luchar,
por la paciencia promete
alcanzar la eternidad.