Vamos a tomar como puntos los que dio el Padre Morales en
las Convivencias / retiro fin de año 1975
ADORA A TU DIOS, ABRAZA A TU HERMANO,
ESCUCHA A TU MAESTRO. Aquí está San Agustín, que te da los puntos para mañana
con estas tres frases deliciosas: adora a tu Dios, y como tu no tienes fe ni yo
tampoco para adorar en un niñito pequeñito e insignificante toda la divinidad,
toda la grandeza, toda la infinita sabiduría y omnipotencia de Dios, fíjate en
San José, contempla a la Virgen, absortos en adoración.
La Iglesia, en estos momentos, no
tiene otro modelo en que fijarse que los ojos inmaculados de la Virgen
contemplando al Niño redentor en el pesebre.
Y pide y suplica a San José: llévanos
a María y por María a Dios. Adora a tu Dios. Hace falta fe, mucha fe. Un Dios
entre pajillas, un Dios en un pesebre. Ahí está el diablo: fuera. Qué es eso de
un Dios en un pesebre. Qué es eso de un Dios entre pajillas. Aquí está la
soberbia humana de todos los siglos. Y todos tenemos algo de soberbia, en mayor
o menor grado.
Y es la soberbia la que nos impide
saborear la delicia de este misterio de la navidad que no es más que el
comienzo de la redención, que no es más que el comienzo de los misterios de la
vida de Jesús que se cifran en una sola palabra: la de San Pablo a los
Filipenses: se anonadó.
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios
verdadero de Dios verdadero. Adora a tu Dios. Y solamente al oír estas palabras
parece que el corazón ya empieza a aligerarse, que pierdes de vista
preocupaciones, inquietudes, tentaciones que te acosan, dificultades, luchas,
inquietudes... Adora a tu Dios.
Estas palabras, cuando el Espíritu
Santo las ilumina en el alma, te llevan en un movimiento de fuga de ti mismo y
de acercamiento a San José y a la Virgen, asociándote con ellos, Sagrada
Familia, para adorar a Jesús.
Adora a tu Dios. Abraza a tu hermano.
Esto todavía es más sorprendente. Abraza a tu hermano. Primogénito de una
multitud de hermanos. Creo en la palabra de Dios que me revela San Pablo.
Primogénito de una multitud de hermanos, luego hermano mío.
Otra vez la fe. En la medida en que
yo crea que Jesucristo es para mí el hermano mayor, en ese grado participo de
las gracias que me trae con su Encarnación y que va a merecerme a lo largo de
toda su vida, y que precisamente me la comunica a través de la Hostia Santa.
Pablo VI otra vez: no hay nada en la
Encarnación que no se nos comunique por la Eucaristía. Todos los merecimientos
de este Jesús Niño, todas las gracias que me atrae del Padre de los cielos
robando del corazón misericordioso del Padre todos estos regalos y riquezas, me
los comunica a través de la Hostia Santa.
Abraza a tu hermano. Y al ver cómo la
Virgen abraza a Jesús contra su corazón y al ver cómo se lo da a San José para
abrazarle también, y a los pastorcitos, primeros cristianos que llegan...
Abraza a tu hermano.
Dios te salve, María, que sienta de
cerca los latidos de su corazón de niño para poder decirle: corazón de Jesús
Niño, en ti confío. Porque al verte niño ya no tengo miedo. Si te viese persona
mayor, desarrollado, revestido de la aureola de tu poder, refulgiendo tu
divinidad, entonces temería acercarme a ti. Entonces comprendo por qué el
prefacio de la misa quiere que sea arrebatado al amor de lo invisible, que de
tal manera me llene el amor a este niño divino, que todos los demás atractivos
de las cosas de la tierra resbalen sobre mi alma: cariños de tierra, deseos de
figurar o aparecer, de quedar bien, de que me estimen, adora a tu Dios, abraza
a tu hermano y escucha a tu Maestro.
Aquí está, sin hablar ya te lo está
diciendo todo. Sin hablar te lo está diciendo todo. Aprende de mí, que soy
paciente y humilde de corazón y encontrarás descanso para tu alma. Porque tus
inquietudes, tus rebeldías, tus dudas, tus vacilaciones, todo procede de que no
eres humilde y paciente. Aprended de mí que soy paciente y humilde de corazón y
encontrarás descanso para tu alma.
La paz, la felicidad, el olvidarme
para estar siempre acordándome de su amor para conmigo. Jesucristo en el
pesebre, manantial que está irradiando siempre ondas de paz, de felicidad. La
liturgia llega a decir, siguiendo unas palabras de San Pablo en que nos dice
que Jesucristo es la paz, Él mismo, será, es la paz. Y es que la paz ha nacido
en un pesebre entre pañales, pero para irradiar, para inundar de paz, de esa
serenidad que necesita un militante de la Virgen, un cruzado, un bautizado
cualquiera. De esa serenidad inconmovible ante todos los acontecimientos
exteriores e interiores, esa serenidad con que el alma camina firme, iluminada
por la fe, sostenida por la esperanza y encendida por el amor a la Navidad
eterna, el encuentro de duración perpetua, Padre, Hijo, Espíritu Santo, en la
familia de los Tres.
Ven, Espíritu Santo, sin tu divino
impulso nada hay en el hombre. Ven, Padre de los pobres, porque la súplica al
Espíritu Santo debe ser continua. Partiendo de nuestra bajeza, de nuestra nada,
que solamente puede ser enriquecida con la súplica incesante, pidiendo la
iluminación del Espíritu Santo para comprender algo de las profundidades de
abismo del misterio de la Encarnación.