Puntos para la oración 26 febrero 2010

Ezequiel 18, 21-28: “¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y no que se convierta de su camino y que viva?”. En este tiempo de Cuaresma, se nos invita una vez más a la conversión y al cambio de vida, pues la eficacia de la auténtica penitencia es la conversión personal del corazón a Dios.

El temor de Dios es el principio de la sabiduría, pero la sabiduría es el amor. Somos hijos de Dios, y el fundamento de esta piedad es el amor filial, no el temor servil.

A la conversión interior deben acompañar las obras externas de penitencia, la mortificación, que tiene muchos aspectos: ayuno, abstinencia, abnegación, paciencia... realizadas con gran discreción, sin hacer alardes de personas austeras.

El cristianismo es la religión de la interioridad, no de la ostentación y vana apariencia ante los hombres. La conversión ha de mostrarse en las buenas obras: ser más caritativos, más serviciales, más cariñosos, más amables, más desprendidos, más bondadosos.

– Con el Salmo 129 expresamos esta confianza: “Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica”. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. La conversión es siempre posible y Dios actúa para que se realice. Por muy abrumados que nos veamos por nuestras culpas, nunca hemos de desesperar de la misericordia del Señor. Manos vacías, confianza en el amor de Dios por encima de nuestras miserias, subir bajando... ¡qué bien nos enseñaba -y nos enseña ahora, de otra forma- nuestro querido Abelardo! A la santidad por la perseverancia, y a la perseverancia por las miserias.

Por eso, que nos sintamos íntimamente unidos e identificados con nuestros hermanos y hermanas en Cristo, y pidamos todos por cada uno y cada uno por todos.

–Mateo 5, 20-26: “Vete primero a reconciliarte con tu hermano”. El arrepentimiento del cristiano se demuestra ante todo en el deseo de practicar la justicia. No es posible tener odio al hermano y participar en la Eucaristía, sacramento del Amor. Este es otro mensaje nuclear de la Cuaresma.

Esta doctrina pasó desde el Evangelio a la literatura cristiana. Ya aparece en el libro -no bíblico- más antiguo del cristianismo, la Didajé, de fines del siglo primero. Y así se ha seguido enseñando en la Iglesia hasta nuestros días. Nos ayuda alguna cita de San León Magno en sus sermones de Cuaresma:

“Vosotros, amadísimos, que os disponéis para celebrar la Pascua del Señor, ejercitaos en los santos ayunos, de modo que lleguéis a la más santa de todas las fiestas libres de toda turbación. Expulse el amor de la humildad el espíritu de la soberbia, fuente de todo pecado, y mitigue la mansedumbre a los que infla el orgullo. Los que con sus ofensas han exasperado los ánimos, reconciliados entre sí, busquen entrar en la unidad de la concordia. No volváis mal por mal, sino perdonaos mutuamente, como Cristo nos ha perdonado (Rom 12,17). Suprimid las enemistades humanas con la paz...

“Nosotros, que diariamente tenemos necesidad de los remedios de la indulgencia, perdonemos sin dificultad las faltas de los otros. Si decimos al Señor, nuestro Padre: “perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6,12), es absolutamente cierto que, al conceder el perdón a las ofensas de los otros, nos disponemos nosotros mismos para alcanzar la clemencia divina” (Sermón 6,3 de Cuaresma).

Oración final a la Virgen María, Madre de la reconciliación:

¡Oh Dios, que por la sangre preciosa de tu Hijo, reconciliaste el mundo contigo y te dignaste constituir a su Madre, la Virgen María, junto a la Cruz, reconciliadora de los pecadores, concédenos, por su intercesión, alcanzar el perdón de nuestros pecados!

Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.



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