El evangelio de hoy empieza donde acabó el domingo pasado. ¿Os acordáis?:
«El Espíritu del Señor está sobre mi, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y devolver a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor.» Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: - «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.»
Ha pasado una semana y sería bonito recordar cómo hemos vivido esta misión del Señor. Sí, porque si queremos identificarnos con Cristo debemos vivir cómo él vivió: ¿Cómo he anunciado el Evangelio a los pobres, la libertad a los cautivos y oprimidos? ¿Cómo he devuelvo a los ciegos la vista y anunciado el año de gracia del Señor? Por si quedaba alguna duda de cómo hacer esto, nos dice san Pablo en la segunda lectura, que el camino es el amor. Nos sabemos de memoria esta carta de la caridad, porque la estamos cantando en cada una de las representaciones del musical “Hijos de la libertad”. Pero, una pregunta más, ¿estamos haciendo vida eso que cantamos? (Canta esta canción si te ayuda, para que además, te quede como musiquilla de fondo todo el día).
La verdadera y única manera de que los hombres entiendan el mensaje de Cristo es nuestra capacidad de amar, de darnos a ellos con ese amor que es paciente, benigno, generoso, que no piensa mal de la gente y se complace en la verdad.
Quizá donde menos nos entiendan sea en nuestra propia familia, entre nuestros amigos, en el centro donde estudiamos. Ahí somos demasiado cercanos y, como ven nuestras faltas y nuestras incoherencias, la gente no se cree que lo que decimos pueda ser verdad. Por eso, es grande nuestra responsabilidad de vivir, en todos los sitios, como verdaderos cristianos. No podemos pensar que Cristo no fuera coherente y, sin embargo, sus propios familiares lo tomaron por loco y en su pueblo lo quisieron arrojar por un barranco. Tenemos que contar con ello. ¡Qué bien, Señor, si nos identificamos contigo en esto!
Hemos sido escogidos para una gran misión, no por méritos propios, sino porque Dios se ha fijado en nosotros, casi seguro, precisamente, por nuestra debilidad. Sin embargo, nos ha constituido, como dice Jeremías, en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, para que venzamos en la lucha con su gracia. Necesitamos sentir esta fortaleza que Dios nos da para poder ser apoyo y seguridad de otros jóvenes que están a nuestro lado indefensos ante tanto ataque del enemigo que quiere ensuciar la pureza y frescura de la juventud.
¡Señor, sé tú mi roca de refugio, el alcázar donde me salve, porque mi peña y mi alcázar eres tú, porque tú, Dios mío, fuiste mi esperanza y mi confianza, desde mi juventud!