Nos ponemos en la presencia de Dios.
Invocamos al Espíritu Santo.
Dice la primera lectura: Porque ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres. Así podemos ser lo que él nos pide. No se libra nadie: el anciano, el joven, los maridos, los hijos. La gracia es para todos.
Así debe ser nuestra vida, impregnada por el Espíritu del Señor.
El Salmo nos dice: Confía en el Señor y haz el bien.
El evangelio habla del criado que después de su trabajo en el campo llega a la casa y el amo le dice que le haga la comida.
Yo lo he vivido en la familia: personas que estaban trabajando a jornal en la casa y llegaban y comían de lo que había en la casa y todos estábamos tan contentos. Todos disfrutábamos alrededor de la mesa – Eso era un ejemplo para los que éramos pequeños. ¡Con cuánto cariño se recuerdan esos momentos de familiaridad!
¿Que tendrá la mesa, el calor, el hogar? Lo mismo la mesa de la eucaristía, nuestra fuerza.
Parece que hay entre la lectura el salmo y el evangelio una invitación a realizar el bien.
El Señor asegura los pasos del hombre, se complace en sus caminos. Apártate del mal y haz el bien, y siempre tendrás una casa; pero los justos poseen la tierra, la habitarán por siempre jamás.
He recurrido dentro del año de la Fe a nuestra regla cuarta como consagrado. El justo vive de Fe. El cristiano vivirá cada día con mayor plenitud la vida de fe.
“La mejor señal de que uno es amado de Dios es verse odiado del mundo y asaltado de cruces, tales como la privación de las cosas más legitimas.”
“Las contrariedades de la vida las zurzía Teresa con la aguja de la fe y el dedal de la paciencia”
Estar con el Señor y decirle: ¿Cómo he vivido contigo este rato de amistad? Que me fíe más de ti.