La oración es justamente para encontrarse con Jesús, con el verdadero Hijo de
Dios que se hizo hombre para salvarnos del pecado. Hablemos con Él con confianza, como lo haría su madre en los días de Nazaret, así saldremos de la oración confiados y dispuestos a dar testimonio de Cristo en los ambientes donde nos desenvolvemos, en oficinas y fábricas, en aulas y hospitales, en la calle y en las familias.
Hoy, el Señor nos enseña el verdadero sentido de la generosidad cristiana: el darse a los demás. «Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez, y tengas ya tu recompensa» (Lc 14,12).
El cristiano se mueve en el mundo como una persona corriente; pero el fundamento del trato con sus semejantes no puede ser ni la recompensa humana ni la vanagloria; debe buscar ante todo la gloria de Dios, sin pretender otra recompensa que la del Cielo. «Al contrario, cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos» (Lc 14,13-14).
El Señor nos invita a darnos incondicionalmente a todos los hombres, movidos solamente por amor a Dios y al prójimo por el Señor. «Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente» (Lc 6,34).
Esto es así porque el Señor nos ayuda a entender que si nos damos generosamente, sin esperar nada a cambio, Dios nos pagará con una gran recompensa y nos hará sus hijos predilectos. Por esto, Jesús nos dice: «Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo» (Lc 6,35).
Pidamos a la Virgen la generosidad de saber huir de cualquier tendencia al egoísmo, como su Hijo. Que María Reina y Madre de la Iglesia sea nuestra fuerza y que siempre esté en nuestros corazones, para ello digámosle repetidamente, ahora y durante todo el día: María, totus tuus, ego sum.