22 noviembre 2012. Jueves de la XXXIII semana de Tiempo Ordinario – Puntos de oración

El evangelio de hoy nos abre el Corazón de Jesús, que llora sobre Jerusalén. Pidamos al Espíritu Santo en la oración conocimiento interno del Señor y los motivos de su llanto, para que conociéndole más le amemos, y amándole, le sigamos.

1. “Al acercarse Jesús a Jerusalén...Jesús se acerca. Aparece aquí una constante del Señor en el Evangelio: se acerca; a las personas (a la suegra de Pedro, a los de Emaús, a los discípulos a la orilla del lago...), y a las ciudades donde va al encuentro de las personas (a Naín, a Jericó, a Betania, a Sicar, en este pasaje a Jerusalén…). Además invita a la gente para que se acerque. Nos demuestra que el amor se acerca, se abaja. Toda la vida de Jesús es un acercar al Padre a los hombres, y a los hombres al Padre. También hoy Jesús se nos acerca. Está cerca aun cuando le creemos lejos. Más aún, como decía san Agustín, es “más íntimo a mí que mi propia intimidad”.

2. “Jesús dijo llorando…Las lágrimas de Jesús. En la ladera del Monte de los Olivos hay una pequeña iglesia en forma de lágrima llamada “Dominus flevit” (el Señor lloró), que recuerda este pasaje del Evangelio. El frontal de la iglesia es un gran ventanal por el que se contempla una espectacular vista de Jerusalén. ¡Qué misterio! Jesús lloró. Y ¡qué consuelo para nosotros! Porque como dice la carta a los Hebreos: “No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado. Por eso, comparezcamos confiados ante el trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia para el auxilio oportuno” (Heb 4, 15-16).

¿Por qué lloró Jesús sobre Jerusalén? Preguntémoselo a Él en la oración. Le escucharemos decir “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas, y no habéis querido. Mirad, vuestra casa va a ser abandonada” (Lc 13, 34). Jesús llora por los que no lloran. Por los que no quieren ser reunidos en Él.

3. “Bienaventurados los que lloran...”. Pero Jesús llora también con los que lloran. El hombro de Jesús sabe de muchas lágrimas. Volquemos en Él nuestro llanto. Reconozcamos en su presencia las causas de nuestras lágrimas. El vidente Juan, en la primera lectura, lloraba porque no encontraba a nadie digno de abrir el rollo. ¿Y nosotros? ¿Lloramos por Jesús? ¿Lloramos con Jesús? Y consolar así a Jesús que llora hoy en tantos hombres y mujeres que sufrimos el peso de la vida.

4. “... Porque ellos serán consolados”. Jesús trae oficio de consolar. El mismo Jesús que lloró sobre Jerusalén y que lloró por su amigo Lázaro, dijo a la viuda de Naín: “No llores” (Lc 7, 13). Y nos lo sigue diciendo a ti y a mí, a todos los hombres de hoy. Jesús es el consolador por excelencia. Como dice san Ignacio en los Ejercicios, Jesús resucitado trae “el oficio de consolar”.

¿Experimentamos en Él el consuelo de nuestras lágrimas?

5. Llamados a ser consoladores de Jesús y de los hombres. Abelardo comenta que el mismo que nos dice “¡no llores!” busca consoladores y no los encuentra. Lleva sobre sus hombros todo el dolor de la humanidad, y también Él busca quien calme su dolor. Por ello nos pide: “tú dime también que no llore. Dímelo cuando sufro en el que sufre. Dímelo ante el sagrario donde permanezco en soledad. Dímelo siempre y en todas partes. Hallarás descanso para tu alma, y una sonrisa con esperanzas de resurrección descenderá del Padre al Hijo comenzando a iluminarlo todo” (Aguaviva, septiembre 1974). Y concluye en otro momento: consolar a Jesús, “¿Por qué no ofrecerme yo para tan gran empresa? ¿Por qué no buscar a otros que se asocien a esta magnífica tarea?” (Aguaviva, agosto 1978).

Oración final. Dios te salve, Reina y Madre de Misericordia: Tú que fuiste traspasada por una espada de dolor, que sufriste la Pasión con tu hijo, y le lloraste muerto en tu regazo, a Ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Ea pues, Señora, abogada nuestra, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. Enséñanos a reconocerle cuando se acerca, especialmente cuando sufrimos y lloramos. Y enséñanos a ser consoladores de Jesús allí donde sigue sufriendo hoy.

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