Estamos en la última semana del año litúrgico. El ambiente del mes de noviembre, en el corazón del otoño, se encuentra en sintonía con el mensaje de los textos bíblicos que la Iglesia nos ha estado presentando en las Eucaristías. Y que hoy, nuevamente, vuelve a poner de relieve.
Pasa este mundo, sus reinos, imperios y civilizaciones. El Señor viene. Sea esperado o sea rechazado. Sea amado o sea odiado. Sea anhelado o sea temido. El Señor viene. Salvando muros de egoísmo, abismos de pecado, montañas de odio. El Señor viene. Para todos y cada uno. Para el santo y el pecador. Para el creyente y el idólatra. Para el entusiasta y el tibio.
El Señor viene, pero estamos con las lámparas encendidas todos cuantos tenemos amor a su venida. Mirando ya al inminente Adviento que se avecina. Acompañados por la Virgen, inmersos en su campaña de la Inmaculada.
El Señor viene, y nada mejor que paladear en nuestra oración los sentimientos que al respecto experimentó una carmelita del convento de Mancera y que puso por escrito:
Muerte, te siento llegar
lentamente, paso a paso
y aunque el amor impaciente le parezca lento acaso,
seguro es tu caminar.No el tuyo, que pone espanto,
sino el caminar de Cristo
para aquel eterno abrazo.Me es necesario pensar
que te tengo tan a mano,
tan dentro en mi corazón
de blanco Pan disfrazado,
que la muerte no será
más que un muro derribado
que me dará la visión
de ese Rostro tan amado,
del Cristo que me enamora,
de esos ojos deseados
que yo llevo en mis entrañas
vivos y «no dibujados»
pero que sólo la fe
me hace como adivinarlos
tras los velos transparentes
o algunas veces opacos...Muerte, te siento cercana
y te suplico a mi vez
que vengas tan disfrazada
que no te sienta llegar
para que el gozo del alma
no me devuelva una vida
que con la muerte se acaba.Es la vida verdadera
la que todo el ser reclama
y esa Vida, Cristo mío,
eres Tú que así me amas
y que vienes a buscarme
en forma de una Hostia blanca,
que fue el gozo de mi vida,
de esta vida que se acaba
para empezar una nueva
gloriosa y resucitada.