En la presencia de Dios preparamos
nuestra oración en esta octava de Pascua. Somos conscientes de nuestra
incapacidad para creer, como le pasó a Tomás, si el Maestro no se apiada de
nosotros. Vamos a contar con la Madre para alcanzar la gracia que nos sugiere
S. Ignacio en éstas meditaciones pascuales; “pedir
gracia para me alegrar y gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo
nuestro Señor”.
Nos
dejamos llevar, al compás de la liturgia, para profundizar y vivir este día en
que actuó el Señor.
Como
primeros frutos de la resurrección de Jesús, la primera lectura de los Hechos
hace alusión, hasta en seis ocasiones, a la
comunióncon expresiones como “juntos, vida en común, unidos….”. Y lo
que esto suponía de testimonio:
“estaban impresionados, eran bien vistos…”. Parece por tanto que ésta gracia
del resucitado se derrama en familia y puede tener abundante fruto apostólico.
Estos
primeros momentos, vividos tras los tremendos acontecimientos de la crucifixión
y muerte del Señor, muestran esa limpieza de vida, ir todos a una, ese
entusiasmo y desprendimiento “y lo tenían
todo en común; vendían posesiones y bienes, y lo repartían entre todos, según
la necesidad de cada uno”. Estas “credenciales” de la fe encarnada, son atractivo
para los corazones que buscan una razón de vivir, una familia donde ser
acogidos donde los más pequeños son apoyados por el grupo. Esto, de alguna
manera, lo hemos experimentado en ciertos momentos en el Movimiento de Santa
María y ¡cómo nos ha enganchado, qué felices hemos sido! Digo mal, podemos
seguir siéndolo.
El
Salmo, como eco de los duros momentos de la cruz, ensalza la misericordia por
la que hay que dar gracias a Dios. Aun recordando “cómo los enemigos empujaban
para derribarme”, la resurrección y la victoria de Cristo sobre el pecado,
tienen la última palabra. El Hijo de Dios, oculto (por humilde) para los
entendidos del pueblo de Israel, antes humillado y triturado, resulta que ahora
el Padre lo ha ensalzado y ¡con
cuánto fruto! Éste es el día
en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.
En
la segunda lectura, es llamativo cómo S. Pedro, después de su experiencia de
fracaso, nos exhorta a la confianza en Cristo resucitado, pues nos trae
esperanza. Nos anima a tener presente la herencia que no se corrompe (el Cielo)
ya que, entretanto, la fuerza de Dios nos custodia en la fe. “No habéis
visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con
un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra
propia salvación. Llena el corazón de gran alegría escuchar sus consejos: “No habéis visto a
Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo
inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia
salvación”.
Por último, vamos a detenernos un momento en el evangelio de
este domingo. Y vemos a Jesús intentando consolidar la fe de los suyos, se llenaron de alegría al verlo.
Y es bonito observar cómo se presenta: Paz
a vosotros. Luego les enseña
sus manos y el costado. Esto me hace pensar que la referencia a la Pasión es un
testimonio en adelante de la veracidad de su gloria “ved que soy yo”. Aunque tanto bien recibido no es para
guardarlo sino que “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Ahora ya sabemos que vamos a necesitar
al Espíritu Santo para que nos ayude, primero a creer y vivir la fe en Jesús en
familia y, luego, para llevarlo
a otros desde esa referencia de vida a la primera comunidad de creyentes; con
entusiasmo, desprendimiento y generosidad con los necesitados.
Aunque contrasta en todo el relato la actitud de Tomás.
Primero estaba ausente y luego exigiendo tocar las llagas de Cristo para creer.
No podemos menos de enamorarnos de este Cristo que se abaja de nuevo ante “este
duro de mollera”. «Trae tu
dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas
incrédulo, sino creyente.».
No olvidamos a la Madre que también
lleva las marcas de la Pasión: ojeras, arrugas profundas y pelo, si cabe, más
encanecido. Esto por fuera. Pero su interior trasluce una capacidad de
sufrimiento inusitado, una disposición a la acogida sin límites, un silencio
con capacidad de escucha y dulzura de trato que cautivan al que se acerca.
Quizás no podamos meditar nada de la resurrección si no es apoyando nuestra
cabeza (inclinar nuestra razón), ante el corazón de la Madre más amante. De
hecho, recibió este mandato junto a la cruz; “he ahí a tu hijo”.