2Co 8, 1-9; Salmo 145, 2-9; Mt 5, 43-48
“Sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto”
La llamada a la santidad es universal. El imperativo “sed perfectos” así nos lo indica. Niño, joven adulto o anciano; consagrado, soltero o casado; en el mundo o en el claustro; en vida laboral activa o jubilado; sano o enfermo; durante el curso y en vacaciones… Todos, en cualquier edad, lugar o situación estamos llamados a ser santos.
Y no hay otra escuela de aprendizaje que la imitación de Cristo. “Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (I Cor 11,1) nos decía S. Pablo.
Y gran forja de la santidad es el dolor. Nunca será la búsqueda masoquista del mismo, sino siempre la aceptación libre de los sufrimientos inherentes a la vida misma, a la enfermedad, a la forja del carácter, al dominio de las propias pasiones.
“Salve, oh cruz, esperanza única; en la cual está nuestra salud, vida y resurrección”.
Pero mañana en nuestra oración, mirando al crucificado, repetiremos: “Corazón de Jesús, consuelo de los que sufren: en Ti confiamos. Estoy seguro de que todo sufrimiento que me mandas es un beso Tuyo. Que nunca matas sino para dar vida. Que nunca llagas sino para sanar”.
Él estará siempre junto a mí. Y tanto más íntimamente cuanto mayor sea el sufrimiento que me acosa.
¿Conoces el rito del paso a la juventud de los niños Cherokee? Su padre le lleva al bosque, con los ojos vendados y le deja solo. Él tiene la obligación de sentarse en un tronco toda la noche y no quitarse la venda hasta que los rayos del sol brillen a través de la mañana.
Él no puede pedir auxilio a nadie. Una vez que sobrevive la noche, él ya es un hombre. Él no puede hablar a los otros muchachos acerca de esta experiencia, debido a que cada chico debe entrar en la edad adulta por su cuenta.
El niño está naturalmente aterrorizado. Él puede oír toda clase de ruidos. Animales salvajes que quizás rondan a su alrededor. O acaso algún humano que le pueda hacer daño. Escucha el viento soplar y la hierba crujir. Él sentado estoicamente en el tronco, sin quitarse la venda. Ya que es la única manera en que podrá llegar a ser un hombre.
Por último, después de una horrible noche, el sol aparece y al quitarse la venda, es entonces cuando descubre a su padre sentado junto a él. Su padre veló toda la noche, para proteger a su hijo del peligro.
Así, nosotros tampoco estamos nunca solos. Aún cuando no lo sabemos, siempre hay Alguien que está velando por nosotros, sentado en un tronco (en el banco, en el sagrario) a nuestro lado.
Cuando vienen los problemas, lo que tenemos que hacer es sólo confiar. Corazón de Jesús, en Ti confío.