“Os conviene que Yo me vaya”. Jesús condicionaba la venida del Espíritu Santo a esta separación de entre los discípulos. Una ausencia física temporal como premisa para la obtención de un bien espiritual permanente.
Pero hoy nuevamente Jesús nos hace la misma recomendación a cada uno de nosotros: “Os conviene que Yo me vaya”, que Yo me ausente en determinados momentos a fin de que obtengáis un bien mayor. Es el juego de las ausencias y de las presencias, de las desolaciones y consolaciones con que Dios va jalonando nuestras vidas.
¡Cuántas veces no hemos considerado en nuestras tandas de Ejercicios las orientaciones de S. Ignacio sobre tales consolaciones y desolaciones! Esas reglas de discreción de espíritus que tan presentes hemos de tener en nuestra vida ordinaria. Buen momento para releer la 9ª regla de la 1ª semana, en la que san Ignacio nos muestra tres causas principales por las que el alma se halla desolada. Pero no es preciso acudir a ellas. Para abrazarnos con esa noche oscura de la desolación, con esta ausencia momentánea del Señor nos bastaría con esta única razón: “por más amarle e imitarle”.
Cada vez que rezamos el Credo afirmamos “… descendió a los infiernos”. Bien podemos pensar que Jesús, en su Pasión y Muerte, sufrió la misma pena que la de los condenados en el infierno. No tanto la pena de sentido cuanto la de daño: sufrir la ausencia de Dios. ¿Acaso no lo expresó Jesús en la cruz con su grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Este aparente abandono de Dios, esta ausencia sensible de Él en algunas ocasiones de nuestra vida, es lo que denominamos desolación. “Os conviene que Yo me vaya”.
“Para gran luz el padecer tinieblas”, escribía san Juan de la Cruz a la carmelita Catalina de Jesús allá en un 6 de julio de 1581. Y nos lo repite hoy en la oración. La ausencia temporal de Jesús se traducirá en una mayor bien para nuestra alma. Y el mismo santo de “los todos y las nadas” nos vuelve a decir en su Llama de amor Viva: “Matando, muerte en vida has trocado”. Preciso es pasar por estos momentos de muerte del sentimiento sensible para hallar reforzada –o reformada-, la vida del espíritu.
Y apoyándonos en ese verso de san Juan de la Cruz digamos al Señor:
Matando muerte, en vida la has trocado.
Cegándome, mi alma se ilumina.
Tú levantas palacios de la ruina,
jardines en desierto desolado.
Para darme la luz me la has quitado.
Siempre pones la flor junto a la espina.
Alegre haces la muerte, que culmina
en un amanecer glorificado.
Señor conciliador de los contrarios,
tu manera de obrar nos desconcierta,
tus caminos no son nuestros senderos.
Si triunfaste muriendo en el Calvario
en mis fracasos abrirás la puerta
para acceder al éxito que espero.