APARICIÓN DE CRISTO A NUESTRA SEÑORA
En este mes de mayo, preparándonos para recibir la fuerza y la luz del Espíritu Santo, dentro del tiempo pascual podemos meditar hoy la contemplación que propone San Ignacio al iniciar la 4ª semana del mes de Ejercicios
Para los discípulos, la esperanza se extinguió sin remedio con la muerte ignominiosa de Jesús –“nosotros esperábamos”, dirán los de Emaús (Lc 24,21).
No es extraño entonces que todos y cada uno de los discípulos necesitaran la conversión personal regalada por Jesús resucitado. Los relatos evangélicos de las apariciones así lo reflejan.
La “aparición a su Bendita Madre”, en cambio, “no hizo falta”, al sentir de los evangelistas, porque Ella no había perdido la fe en Dios Padre al ver morir a Jesús.
Esta aparición de Jesús a su Madre sólo podía estar destinada, en realidad, a confirmar la confianza que había mantenido en el Padre durante aquellos terribles momentos de la muerte y sepultura de su Hijo, la Virgen podría haber dicho: Ya sabía yo que el Padre no nos fallaría; Él es de fiar.
La Madre de Jesús no perdió la esperanza aquel Sábado Santo porque supo esperar. Y esperar no era dar por seguro que el Padre evitaría que clavaran en la cruz a Jesús, sino dejar en las manos de Dios que Él dispusiera -¡el Padre sabrá lo que hace!-.
Es la única forma de mantener la confianza en el Padre y así el silencio de Dios se hace Palabra elocuente para el alma que sabe de quien se ha fiado (2Tim 1,12).
Esta es la verdadera esperanza. Esperar no es aguardar que ocurra lo que yo deseo, sino aguardar a Dios que no sé por dónde vendrá pero que siempre se dejará reconocer a su paso.
Es la memoria honda de los beneficios recibidos a lo largo de nuestra vida y la confianza mantenida en Dios rico en misericordia. Es la confianza consolidada por una serie de experiencias inolvidables que el corazón conserva.
La esperanza es el fruto inmediato de la Resurrección pero no es el único aspecto del misterio pascual que San Ignacio nos propone contemplar.
Del “oficio de consolar que trajo Cristo nuestro Señor” brota otra realidad: la presencia real y constatable del Espíritu Santo en el grupo de sus seguidores, uniéndolos como los sarmientos a la vid.
Ciertamente, las apariciones de Jesús resucitado reconstruyeron de una manera inesperada a los discípulos.
Poco días después, el grupo de los discípulos estaba completo y reunido, “junto a María, la Madre de Jesús” (Hch. 1,13-14).
Contemplar el grupo de discípulos –en el cual no faltaba Nuestra Señora-, es la contemplación de la Iglesia. Descubrir en esta contemplación a toda la Iglesia orando junta bajo el manto de María Reina de los apóstoles y de los cristianos