“Os aseguro que Elías ya ha venido, y no lo han reconocido, sino que hicieron con él lo que quisieron. Y también harán padecer al Hijo del hombre". Los discípulos comprendieron entonces que Jesús se refería a Juan el Bautista.
Meditemos hoy sobre la persona de Juan Bautista. Bien podemos decir de él que fue profeta, testigo y mártir. Profeta, como Elías, anunciando al Mesías prometido. "Convertíos, porque el Reino de los Cielos está cerca". Y por ello nos lo presenta la Iglesia como modelo en este tiempo del Adviento. Testigo, pues estuvo presente en la manifestación de Jesús a los hombres: “Y se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puestas mis complacencias»”. Mártir, pues con su sangre dio testimonio de la Verdad. “Y Herodes mandó decapitar a Juan en la cárcel”.
Juan Bautista, modelo preclaro de militante. También nosotros, hoy, siglo XXI, hemos de ser profetas, testigos y mártires. Profetas, que mostremos a cuantos nos rodean al “esperado de las naciones”, al “Mesías prometido”, a Jesús, único que puede colmar la sed de felicidad que anida en lo más hondo de nuestros corazones. Somos, “precursores”, que preparamos los caminos para que Él llegue con más facilidad y fidelidad a este mundo atormentado, sin norte y sin guía. Y por ello suplicamos con el poeta,
“enséñame, Juan,
a ser profeta sin ser profeta”.
Somos, como Juan Bautista, testigos. Mostramos con nuestro género de vida que “hemos visto al Invisible” (Hebreos 11,27). Cada mañana, en nuestra oración, le contemplamos; y por eso con entera confianza afirmamos: “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que miramos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de la vida... os lo anunciamos” (I Jn 1,1). Por eso, Juan Bautista,
“enséñame a propagar
la fe desde mi pobreza”.
Y somos mártires. En un martirio blanco cotidiano abrazándonos a la cruz de incomprensiones, rechazos, burlas y desprecios. En el martirio de morir a uno mismo cada día, del cumplimiento del deber, de la lucha contra las propias pasiones. Pero reconociendo que también hay un martirio rojo, de sangre, que Dios concede a aquellos que aman a Dios sobre todas las cosas. “El cristiano debe dar testimonio de la verdad evangélica en todos los campos de su actividad pública y privada; incluso con el sacrificio, si es necesario, de la propia vida. El martirio es el testimonio supremo de la verdad de la fe”. (Compendio Catecismo, 522). Y por ello, Juan Bautista,
“enséñame a difundir
Amor desde mi tibieza”