Los santos inocentes es una fiesta que nos deja perplejos. La maldad del hombre que se ha abandonado a su propio pecado puede llegar a límites insospechados: ¡mandar matar a todos los niños menores de dos años! El mundo se rasga las vestiduras ante estas cosas. Pero luego se traga la muerte, no de 50 o 60 niños como podría haber en Belén y sus alrededores, sino la de millones de niños abortados en el seno de sus madres… Y a eso se le llama progreso y mejora de las libertades. En nuestra meditación de hoy puede haber un recuerdo a todos esos niños. Rezar por ellos, rezar por sus madres, rezar por todos los que de una manera u otra favorecen que esos asesinatos se sigan produciendo, rezar por todas las personas buenas que luchan por desterrar esa lacra de la sociedad… Rezar… para luego actuar.
Pero además de esta perplejidad nos encontramos con esta otra: Dios permite que su Hijo sea perseguido, y que su santa familia tenga que exiliarse de su país, del pueblo de Israel, el pueblo elegido, para irse a un pueblo de paganos, Egipto, donde nadie les conociera y donde nadie viviría sus tradiciones. Jesús, el Hijo de Dios recién nacido, tiene que huir. Y la orden la recibe el hombre justo, José: “Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto…”
¡Cuántas veces no entendemos las cosas de Dios! Y, sin embargo, son siempre para nuestro bien. En aquella ocasión, la obediencia de José, que tenía mil razones para quejarse o para no hacer lo que le decían, sirvió para salvar la vida del hijo y de la madre que tenía a su cargo. Y nosotros, que pasamos por tantas situaciones inexplicables y que se las achacamos a Dios ¡cuánto nos quejamos! Simplemente con esperar un poco o ampliar un poco la perspectiva del porqué de las cosas, enseguida veremos la mano providente de Dios que al ritmo que él sabe y nosotros necesitamos aun sin saberlo, gobierna las cosas con sabiduría y amor.
¡Tantas veces hemos comprobado que el Señor está de nuestra parte! –como dice el salmo. ¡Tantas veces hemos salvado la vida de la trampa del cazador! El diablo que busca cazarnos en sus redes, que maneja las tentaciones y penetra por nuestras debilidades para hacerse con la pieza de nuestra alma, no descansa. Pero nuestro Dios, ha roto la trampa y hemos escapado. Y lo ha hecho un niño pequeño, que ha nacido para ir abriendo cepos y romper cadenas y trampas. Ha nacido como niño para que, precisamente nuestras debilidades sean nuestra fuerza. Basta con acoger a ese niñito, ahora y siempre perseguido y desterrado, para que nuestra fragilidad se convierta en fortaleza frente a las tentaciones. Hacerse como niños. Ya nos lo dijo el mismo Jesús cuando al correr los años se puso a predicar por las campiñas de Palestina: “Si no os hacéis así, como niños, no entraréis en el reino de los cielos”.
Un montón de santos y hombres buenos lo han comprendido y lo han ido viviendo así. El más cercano a nosotros, que conocemos porque aún vive entre nosotros, es Abelardo. Ahí va una de las muchas estrofas que cantaba, esta vez con la música de los niños del Pireo.
Para vivir la santidad es preciso creer que la nada es la verdad,
más la soberbia te dirá que es virtud el tener muchos dones para dar.
Y si te dejas confundir pensarás que subir es cumbre de santidad,
pero es el Niño de Belén y el Jesús de la Cruz tu modelo a imitar.