En estos días de la octava de Navidad parece que la Palabra de Dios se empeña en hacernos caer en la cuenta de que la lógica del Evangelio no es la lógica de los hombres. Que todo un Dios se haya hecho hombre, que haya escogido la pobreza como dote de su desposorio con la humanidad, que haya nacido de una Virgen… son cosas que nos rompen los esquemas a los hombres y mujeres del siglo XXI.
Vivimos en un mundo vertiginoso, el mundo de las prisas, de la ansiedad, de las telecomunicaciones, las videoconferencias, la era de los trenes y procesadores de alta velocidad, la comida rápida… Antes había libros que se vendían mucho del tipo: “Aprenda inglés en 10 días”, ahora son las dobles titulaciones para obtener dos títulos universitarios en menos de la mitad de tiempo que antes.
Se nos ha metido la prisa en el cuerpo y lo que es peor, también en el alma. De tal modo que nos comunicamos con Dios con el mismo esquema que con los hombres. Y la lectura del Evangelio de hoy nos viene a recordar que los caminos de Dios no son los de los hombres, y el valor que le damos al tiempo tampoco. Lucas nos narra cómo había una profetisa, Ana, muy anciana, que con más de 80 años seguía sin apartarse del templo día y noche sirviendo a Dios con ayunos y oraciones, porque esperaba la liberación de Israel. Vemos como, tras tantos años de espera, considera su vida cumplida cuando con alegría logra ver al final de sus días al Niño Dios.
¡Cuánto nos cuesta entender esto! ¡Cuánto nos cuesta entender que Dios no tiene prisa! Que su concepción del tiempo y del curso de los acontecimientos es eterna, no como la nuestra. La acción de Dios se realiza en el tiempo y contando con el tiempo. El Reino de Dios madura como la simiente en la tierra o el grano en la espiga, a veces de manera imperceptible. Esto también se realiza en nuestras propias vidas, a veces aparentemente estériles y sin sentido. Y sin embargo Dios, a su ritmo no deja de velar por su obra. Gusta el Señor de usar grandes tiempos de preparación para realizar su obra. Cuarenta años vagó el pueblo de Israel por el desierto. Cuarenta años fueron necesarios para madurar en la fe y ser merecedores de la tierra prometida. El mismo Dios haciéndose hombre se sometió a esta ley de la temporalidad. Nos dice el evangelio de hoy que: “El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba”. Y este detalle también es importante porque a menudo pensamos que cuando las cosas no pasan como nosotros deseamos, o cuando no nos salen a la primera, es porque el Señor no nos ayuda, no nos acompaña en nuestro caminar, simplemente porque no va a nuestro ritmo.
Que en estos días de Navidad tan entrañables sepamos hacer silencio en nosotros mismos para poder acompasarnos al ritmo de Dios. Como María, que meditaba todas las cosas que le sucedían ponderándolas en su corazón.