“Señor, no soy digno de que entres
bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano”.
Al analizar los textos del Evangelio,
es oportuno prestar atención siempre a los pequeños detalles. El centurión es
un pagano, un extranjero. No pide nada, sino que apenas informa a Jesús que su
empleado está enfermo y que sufre horriblemente. Vemos el amor, la fe, la
confianza y la humildad de un centurión, que siente una profunda estima hacia
su criado. Se preocupa tanto de él, que es capaz de humillarse ante Jesús y
pedirle: «Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos».
Detrás de esta actitud de la gente ante Jesús está la convicción de que no era
necesario insistirle mucho a Jesús. Era suficiente con ponerle en conocimiento los
problemas y sufrimientos. Y Jesús haría el resto. ¡Actitud de ilimitada
confianza! De hecho, la reacción de Jesús es inmediata: “¡Yo iré a curarle!”
La humildad conquista el corazón de
Dios. El centurión se lo roba con unas pocas palabras: “Señor, ¿quién soy yo
para que entres bajo mi techo? Basta que lo digas de palabra, y mi criado
quedará sano”. Nosotros estamos llamados a hacer lo mismo, sin perder la
ocasión de arrancar al Señor misericordia para nosotros y para los demás. Lo
podemos hacer, porque Jesús desea, ardientemente, que todos entremos en su
Reino. Él quiere sanarnos del egoísmo y elevar nuestras capacidades,
haciéndonos partícipes de su vida. Solo basta abrirnos a sus posibilidades, el
resto es su obra.
Y todo desemboca en una serie de actos
de fe y confianza. El centurión no se considera digno y, al lado de este
sentimiento, manifiesta su fe ante Jesús y ante todos los que estaban allí
presentes, de tal manera que Jesús dice: «En Israel no he encontrado en nadie
una fe tan grande» (Mt 8,10).
Podemos preguntarnos qué mueve a
Jesús para realizar el milagro. ¡Cuántas veces pedimos y parece que Dios no nos
atiende!, y eso que sabemos que Dios siempre nos escucha. ¿Qué sucede, pues?
Creemos que pedimos bien, pero, ¿lo hacemos como el centurión? Su oración no es
egoísta, sino que está llena de amor, humildad y confianza. Dice san Pedro
Crisólogo: «La fuerza del amor
no mide las posibilidades (...). El amor no discierne, no reflexiona, no conoce
razones. El amor no es resignación ante la imposibilidad, no se intimida ante
dificultad alguna». ¿Es así
nuestra oración?
¿Es así nuestra fe? «Sólo la fe puede captar este
misterio, esta fe que es el fundamento y la base de cuanto sobrepasa a la
experiencia y al conocimiento natural» (San
Máximo).
Y Jesús previó aquello que
estaba aconteciendo en la época en que Mateo escribía su evangelio: “Y os digo
que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán,
Isaac y Jacob en el reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán
echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de
dientes”.
El mensaje de Jesús, la nueva Ley de
Dios proclamada en lo alto del Monte de las Bienaventuranzas es una respuesta a
los deseos más profundos del corazón humano. Los paganos sinceros y honestos
como el centurión y tantos otros que vinieron de Oriente o de Occidente al
cobijo y calor de la Iglesia, perciben en Jesús una respuesta a sus inquietudes
y le acogen. El mensaje de Jesús es una experiencia profunda de Dios que
responde a lo que el corazón humano desea. El Reino de Cristo es Cristo mismo.
La amistad verdadera con Cristo es la mejor que podemos tener en esta vida,
anticipo de la vida eterna.
Oración final:
Dios y Padre de nuestro salvador
Jesucristo, que en María, virgen santa y madre diligente, nos has dado la
imagen de la Iglesia; envía tu Espíritu en ayuda de nuestra debilidad, para que
perseverando en la fe crezcamos en el amor y avancemos juntos hasta la meta de
la bienaventurada esperanza. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.