Iniciamos la oración pidiendo al
Espíritu Santo que vaya poco a poco sosegando nuestro corazón y pacificando
nuestro espíritu. Con los ojos cerrados, mirando nuestro interior, empezamos a
tomar conciencia de que la divinidad habita en nosotros, de que la Santísima
Trinidad ha querido poner su morada en nuestro corazón… en un estado de
especial recogimiento nos quedamos sumergidos en esta realidad.
Para empezar a orar con la palabra de
Dios, entre varias de las ideas que nos ofrecen las lecturas de hoy, me parece
que hay una que es fundamental: El
Parentesco. En la primera lectura el autor dice a los hebreos “La Ley… siempre, con los mismos
sacrificios, año tras año, no puede nunca hacer perfectos a los que se acercan
a ofrecerlos. Porque es imposible que la sangre de los toros y de los machos
cabríos quite los pecados”. En el Antiguo Testamento no podía haber
sacrificio sin derramamiento de sangre. La sangre derramada en el altar
concretaba el sacrificio por el cual el pueblo recibía el perdón de Dios. Vemos
que la sangre del sacrificio, de algún modo, era vínculo y signo de unión en el
perdón, para el pueblo de la promesa. Pero no era el perdón eficaz y
definitivo.
Al hablar de parentesco la primera
idea que se nos viene a la cabeza es la del vínculo de sangre que une a las
personas de una familia. En el Antiguo Testamento, Dios trasciende esta idea y
hace que la sangre del sacrificio sea vínculo de perdón para la gran familia de
Dios. Pero aún quedaba el sacrificio que daría lugar al verdadero parentesco que Dios quiere de
nosotros.
Más adelante, el autor pone en boca
del Señor: “Tú no quieres
sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas
holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el
libro: "Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”. Es Cristo quien
sella la Nueva Alianza con su sangre. Sangre que brotará de su cuerpo, que ha
sido preparado por Dios Padre. Esta
es la sangre que nos da el verdadero parentesco, con Dios y entre los
hermanos. Y alguno preguntará: Y yo, ¿cómo vivo esto?... Jesús nos da la clave: "Aquí estoy, oh Dios, para
hacer tu voluntad”. Haciendo
la voluntad de Dios nos hacemos “familia” con Él, en el sacrificio del
propio yo, nos unimos al sacrificio de Cristo en la cruz, y así nuestro
parentesco va más allá de los lazos de sangre, la humanidad entera se hace
familia. Que bien se entienden ahora las palabras de Jesús cuando dice en el
evangelio: “Estos son mi madre
y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi
hermana y mi madre”. María
tuvo la plenitud del parentesco con Dios, por el vínculo de sangre y por
ser fiel cumplidora de la voluntad de Dios. Recurramos a Ella en este rato de
oración para que nos enseñe a descubrir la voluntad de Dios en la vida ordinaria,
viviendo con sencillez y alegría el pequeño detalle.
Sin duda el mensaje evangélico que
hemos meditado lo vivió plenamente San Francisco de Sales, cuya fiesta
celebramos hoy, pidamos también la intercesión de este gran santo, dicen de él
que fue testigo de la dulzura
del amor de Dios. Para los que le tenéis una devoción especial os dejo una
frase suya, extraída de las Semblanzas del padre Morales: “Si una acción tiene cien aspectos
distintos, noventa y nueve malos y uno solo bueno, bajo este aspecto hay que
juzgarla, sin jamás murmurar o criticar”.