Al comenzar nuestra oración, después
de una breve oración de invocación al Espíritu Santo, nos ponemos en la
presencia de Dios. Pensemos en que Dios está en todas partes, en el lugar donde
nos encontramos y, de manera particular, en el fondo de nuestro corazón.
A continuación, siguiendo el consejo
de los grandes místicos, humillémonos: cuán indignos somos, a causa de nuestros
pecados, de aparecer delante de Dios. Precisamente esto es lo que nos pide la
Primera lectura, tomada de la carta a los Hebreos (12, 1-4): “quitémonos lo
que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca,
sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús,
que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia,
y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios”.
Y antes de empezar propiamente la
meditación podemos pedir al Señor que nos enseñe a orar, que nos dé el
asentimiento de la fe, que instruya nuestra mente, que transforme nuestro
corazón y nuestra vida.
El Evangelio del día (Mc 5, 21-43)
relata los milagros que Jesús realizó en aquella ocasión, dice que se le reunió
mucha gente. Entre tantos que se apiñan en torno a Cristo, una mujer vacilante
se acerca unas veces a Él, otras queda rezagada, mientras no cesa de repetirse:
Si logro tocar su vestido quedaré curada. Pero aquel día comprendió que Jesús
era su único remedio: no sólo el de una enfermedad, sino el remedio de toda su
vida. Alargó la mano y logró tocar el borde del manto del Señor. En ese momento
Jesús se paró, y ella se sintió curada.
También nosotros necesitamos cada día
el contacto con Cristo, porque es mucha nuestra debilidad. Contacto en la
oración y sobre todo al recibirle en la Comunión donde se realiza el íntimo
encuentro de amor con Él, oculto en la Eucaristía.
Cuando nos acercamos a Cristo sabemos
bien que nos encontramos ante un misterio inefable. Jesús viene a remediar
nuestra necesidad, acude prontamente a nuestra súplica.
El segundo milagro que nos relata el
evangelista Marcos es la vuelta a la vida de la hija de Jairo, jefe de la
sinagoga probablemente de Cafarnaúm.
A partir de ahora seguiré los
comentarios del Evangelio “¡A
ti te lo digo, levántate!” de
San Ambrosio (hacia 340-397) obispo de Milán, doctor de la Iglesia.
Los criados de Jairo que le dicen “no
molestes al Maestro”, no creen en la resurrección. Así, Jesús lleva consigo a
pocos testigos de la resurrección. La gente se mofaba de Jesús cuando declara:
“La niña no está muerta, duerme.” Los que no creen se mofan. Que lloren, pues,
a sus muertos los que creen que están muertos. Cuando se cree en la
resurrección, no se ve en la muerte un final sino un descanso...
Y Jesús, tomando a la niña de la
mano, la cura; luego les dice que le den de comer. Es un testimonio de la vida
para que nadie se crea que es cuestión de una ilusión sino que es la realidad.
¡Feliz la niña a quien la Sabiduría toma de la mano! ¡Quiera Dios que nos tome
también de la mano en nuestras acciones. ¡Que la Justicia lleve mi mano; que el
Verbo de Dios la tenga, que me introduzca en su intimidad y aparta mi espíritu
de todo error y me salve! ¡Que me dé de comer el pan del cielo, el Verbo de
Dios. Esta Sabiduría que ha puesto sobre el altar los alimentos del cuerpo y de
la sangre del Hijo de Dios ha declarado: “¡Venid a comer de mi pan, bebed del
vino que he mezclado!” (Pr 9,5).