30 enero 2017. Lunes de la cuarta semana de Tiempo Ordinario – Puntos de oración

Preparamos nuestro corazón para el encuentro con Jesús, invocando al Espíritu Santo, repitiendo pausadamente las oraciones: “Ven Espíritu Santo”, “ven dulce huésped del alma”.
Pedimos ayuda a la Madre: “Madre, tus ojos para mirarle, tus oídos para escucharle,  tu corazón para amarle”. No nos olvidamos de san José, nuestro maestro de oración. Le invocamos: “san José enséñanos a orar, cuida de nuestra perseverancia”.
Hacemos la composición de lugar, viendo con nuestra imaginación a Jesús que al descender de la barca, le sale al encuentro un poseído que vive en los cementerios.
En la zona donde se piensa que ocurrió el acontecimiento se observan los restos de una antigua localidad, hoy abandonada, situada junto al lago de Tiberíades. Hay un pequeño promontorio que se adentra en este mar con abundantes cuevas. Los habitantes de esta ciudad enterraban a los muertos en ellas. El poseído vivía y se movía por ellas, desde allí divisaba el lago y cuanto pudiera ocurrir en él.
Si la imaginación está hoy un poco perezosa, podemos pedir a la Virgen que nos cuente el pasaje. No hay ninguna duda que antes de ponerlo el evangelista “negro sobre blanco”, Ella lo conoció. De hecho aparece la narración también en los textos de Lucas, el evangelio de María.
Apenas desembarcó, le salió al encuentro”. Aquel hombre llevaba una existencia marcada por el sufrimiento. Podría asumir como propio la letra de la canción: “una amarga tristeza de mí se adueñó”. No se sentía dueño de su mente, ni mucho menos de su comportamiento.
La noche anterior había ocurrido algo extraño, hubo viento, mucho viento y una gran tormenta. Él estaba asustado, contemplaba agazapado en su cueva el espectáculo de viento huracanado, truenos y lluvia. Entre los relámpagos le parecía divisar una barca de pescadores, en los momentos de resplandor apenas distinguía pequeñas figuras humanas que se movían agitadamente, hasta que uno de ellos se puso en pie, abrió los brazos… y de repente el mar se calmó. Nunca había contemplado un fenómeno tan extraño, nunca una tormenta se había acabado de repente.
Con las primeras luces del día, vio acercarse la barca a la orilla. En el interior de este hombre, se dio una lucha, una parte de él sentía atracción ante la idea de acercarse a los recién llegados y otra parte repugnancia: “¿Qué hay entre ti y nosotros, Hijo de Dios?”. Esas palabras no habían salido de él, sino del “otro” que llevaba dentro y se dirigían al que parecía ser el jefe de los pescadores.
Le pareció intuir que podía ser aquel que se levantó en la barca, justo antes de que el mar callara. Este se dirigió al “huésped” con autoridad, preguntándole su nombre. Para un judío conocer el nombre del adversario es empezar a dominarle. Finalmente pacto con él que saliera del atormentado, dejándole meterse en el rebaño comunitario de cerdos de dos mil cabezas.
Al igual que la tormenta paró en un instante, la serenidad llegó al atormentado en otro y aquel hombre empezó a disfrutar del don de la paz quedando inmensamente agradecido. Tan agradecido, que se puso a disposición de Jesús y estaba dispuesto a dejarlo todo por seguirle.
Vete donde los tuyos, y cuéntales lo que el señor ha hecho contigo”. Es la respuesta del Señor al ofrecimiento.

Al contemplar este pasaje, Abelardo se preguntaba:“¿Sería un disparate convertir a un exendemoniado en patrono del apostolado seglar?. Si podéis hoy, no dejéis de leer y recordar el comentario de Abelardo a este texto en Aguaviva-Diciembre 1986. Es una reflexión muy importante que refleja la esencia de lo que el Espíritu Santo espera de nosotros, como miembros de un “movimiento” de la Iglesia.

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