Preparamos nuestro corazón para el
encuentro con Jesús, invocando al Espíritu Santo, repitiendo pausadamente las
oraciones: “Ven Espíritu Santo”, “ven dulce huésped del alma”.
Pedimos ayuda a la Madre: “Madre, tus
ojos para mirarle, tus oídos para escucharle, tu corazón para amarle”. No nos
olvidamos de san José, nuestro maestro de oración. Le invocamos: “san José
enséñanos a orar, cuida de nuestra perseverancia”.
Hacemos la composición de lugar,
viendo con nuestra imaginación a Jesús que al descender de la barca, le sale al
encuentro un poseído que vive en los cementerios.
En la zona donde se piensa que
ocurrió el acontecimiento se observan los restos de una antigua localidad, hoy
abandonada, situada junto al lago de Tiberíades. Hay un pequeño promontorio que
se adentra en este mar con abundantes cuevas. Los habitantes de esta ciudad
enterraban a los muertos en ellas. El poseído vivía y se movía por ellas, desde
allí divisaba el lago y cuanto pudiera ocurrir en él.
Si la imaginación está hoy un poco
perezosa, podemos pedir a la Virgen que nos cuente el pasaje. No hay ninguna
duda que antes de ponerlo el evangelista “negro sobre blanco”, Ella lo conoció.
De hecho aparece la narración también en los textos de Lucas, el evangelio de
María.
“Apenas desembarcó, le salió al
encuentro”. Aquel hombre
llevaba una existencia marcada por el sufrimiento. Podría asumir como propio la
letra de la canción: “una amarga tristeza de mí se adueñó”. No se sentía dueño
de su mente, ni mucho menos de su comportamiento.
La noche anterior había ocurrido algo
extraño, hubo viento, mucho viento y una gran tormenta. Él estaba asustado,
contemplaba agazapado en su cueva el espectáculo de viento huracanado, truenos
y lluvia. Entre los relámpagos le parecía divisar una barca de pescadores, en
los momentos de resplandor apenas distinguía pequeñas figuras humanas que se
movían agitadamente, hasta que uno de ellos se puso en pie, abrió los brazos… y
de repente el mar se calmó. Nunca había contemplado un fenómeno tan extraño,
nunca una tormenta se había acabado de repente.
Con las primeras luces del día, vio
acercarse la barca a la orilla. En el interior de este hombre, se dio una
lucha, una parte de él sentía atracción ante la idea de acercarse a los recién
llegados y otra parte repugnancia: “¿Qué hay entre ti y nosotros, Hijo de
Dios?”. Esas palabras no
habían salido de él, sino del “otro” que llevaba dentro y se dirigían al que
parecía ser el jefe de los pescadores.
Le pareció intuir que podía ser aquel
que se levantó en la barca, justo antes de que el mar callara. Este se dirigió
al “huésped” con autoridad, preguntándole su nombre. Para un judío conocer el
nombre del adversario es empezar a dominarle. Finalmente pacto con él que
saliera del atormentado, dejándole meterse en el rebaño comunitario de cerdos
de dos mil cabezas.
Al igual que la tormenta paró en un
instante, la serenidad llegó al atormentado en otro y aquel hombre empezó a
disfrutar del don de la paz quedando inmensamente agradecido. Tan agradecido,
que se puso a disposición de Jesús y estaba dispuesto a dejarlo todo por
seguirle.
“Vete donde los tuyos, y cuéntales
lo que el señor ha hecho contigo”. Es
la respuesta del Señor al ofrecimiento.
Al contemplar este pasaje, Abelardo
se preguntaba:“¿Sería un disparate convertir a un exendemoniado en patrono
del apostolado seglar?. Si
podéis hoy, no dejéis de leer y recordar el comentario de Abelardo a este texto
en Aguaviva-Diciembre 1986. Es una reflexión muy importante que refleja la
esencia de lo que el Espíritu Santo espera de nosotros, como miembros de un
“movimiento” de la Iglesia.