En el Antiguo Testamento, ser bueno,
cumplir los mandamientos y hacer obras de misericordia, se hacía para tener
beneficios de parte del Señor. Así nos lo cuenta Isaías. Según eso, merece la
pena ser bueno, para ser pagado por ello. Está bien… pero no es el todo.
Jesucristo en el Nuevo Testamento nos propone hacer el bien, obrar la
misericordia y hacer las misericordias, solamente, por amor a Dios y por amor a
los otros hombres.
¿Por qué quedarnos tan solo en ser
buenos para recibir una recompensa? Ya sabemos de la bondad de quien da esa
recompensa y no dudamos de su benevolencia, por eso no pongamos la mirada en el
regalo, que ya llegará de todas formas, sino en quien da ese regalo, en Dios
mismo. Un Dios que es Padre nuestro, y que, por eso mismo, nos hace a todos
hermanos.
Pongamos la mirada en que la ley de
Dios, es la mejor ley para cumplir en sí misma: la más justa, la más
equilibrada, la que mejor nos construye como personas cuando la cumplimos, la
que nos hace más felices a todos. Otras leyes de los hombres, o la falta de las
mismas, a lo que lleva, aunque a primera vista parezca otra cosa, es a la
infelicidad y al horror de estar sometido a lo peor de algunos hombres, o de la
masa.
Sí, Señor: ¡Enséñame tu camino, para
que siga tu verdad! ¿Por qué hago yo las cosas, por el miedo al castigo, por la
vanidad del premio, o simplemente por la mayor gloria de Dios? Yo soy, Señor,
de esos pecadores que tú has venido a sanar, y, sin embargo, tengo deseos de
trabajar por ti. Pero te necesito. Quiero convertirme de verdad durante esta
Cuaresma, con la fuerza de tu gracia y bajo la mirada maternal de tu Madre y
Madre nuestra, María. Ser del todo, sólo tuyo. Amén.