La expansión del Reino se posibilita a través de instrumentos (hoy, la
liturgia nos recuerda a S. Bernabé). Igualmente podemos aplicarlo a cada uno de
nosotros, pero, reconociendo que es el Espíritu Santo el director y
protagonista de la misión. Porque se trata de atraer la bendición del Señor
sobre aquellos a quienes nos dirigimos. Pero eso sí, siendo instrumentos
dóciles a la acción del Espíritu, debemos ponernos a la escucha, en
fraternidad, celebrando la Eucaristía, orando y ayunando.
La misión parte de un anhelo y un mandato de Jesús; “Id y haced
discípulos”. ¿Cómo facilitaremos esos deseos del Señor? Así es como el Salmo
nos reafirma: “Los confines de la tierra han contemplado la salvación de
nuestro Dios”. Esta salvación, en la que nos debemos empeñar nos viene
concretada en el evangelio de hoy: limpiar y curar heridas, resucitar, arrojar
al mal. La oración personal puede ser un momento y lugar adecuados para
preguntar al Señor cómo concretar esas acciones de salvación en nuestras vidas.
Porque somos invitados a dar, pero “esta obligación” debiera partir de
una conciencia de haberlo recibido todo, primero como criaturas y después
reconociendo las capacidades personales, los dones de la creación, de la
Redención, de la salud, la familia… Partiendo así, desde esta humildad, es como
seremos servidores agradecidos, audaces y constantes en la entrega.
El estilo de vida que nos debe acompañar nos lo indica Jesús: debe ser
pobre, llevando en los labios y en el corazón la paz. Pobres, sí, pero llenos
de una realidad consoladora, la confianza total en el Padre. Con la certeza que
es el Espíritu quien nos guía y el mismísimo Jesús quien nos dice: “yo
estoy con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos”.
Qué bien tener una Madre, María, modelo de entrega alegre. Vamos a encomendarle todas nuestras actividades de verano, para que Ella sea nuestro impulso y nuestros labios. Que impregne todos nuestros deseos, pensamientos y acciones de llevar Vida, de actuar sólo por la mayor gloria a Dios.