Nos ponemos en presencia del Señor invocando al Espíritu Santo para que
nos guíe en esta jornada, para actuar según la voluntad del Padre: Ven Espíritu
Santo, ven dulce huésped del alma, entra hasta el fondo del alma, divina luz y
enriquécenos.
Un grito procedente del Evangelio nos va a guiar para la oración: “¡No atesoréis
tesoros en la tierra!”, porque son tesoros que la carcoma y los ladrones se
llevan. El Espíritu vive en ti porque “el Señor te ha elegido” mediante “una
promesa que no retractará”. ¡Cuánto nos cuesta darnos cuenta de esto! Las cosas
de la tierra nos parecen tan reales, tan seguras, tan apremiantes. Pero de un
momento a otro se van. Es otra cosa la que es segura: el amor que ponemos en
nuestras obras, la fe, la docilidad al Espíritu que trae alegría, paz,
ensanchamiento de corazón que nada se puede llevar.
Ver la vida con esos ojos requiere dar el salto en el vacío: el amor
merece más la pena que el egoísmo, Dios más que las criaturas… Solo si
decidimos andar por los caminos oscuros de la esperanza de que el Señor nos
saldrá a nuestro encuentro cuando le necesitemos. Solo entonces vemos la vida
adecuadamente, en su verdad. Renunciar a ver nosotros para que sea el Espíritu
el que vea en nosotros.
Así lo vemos ejemplificado en la primera lectura. La búsqueda de bienes
de aquí: el poder, el respeto y el temor de los hombres por parte de la reina
Atalía. Y la seguridad en el Señor del sacerdote Yehoyadá que desafía la
actuación prudente para servir al Señor y vive en la oscuridad de la fe seis
años hasta que el Señor marca la ocasión propicia para devolver el trono de
Judá a un descendiente de David.
Meditemos hoy la palabra del Señor con corazón humilde como el de nuestra Madre, que guardaba todas estas cosas en el corazón.