¡Verán tu rostro! Si sabes lo que aguarda al final, todo tiene sentido y
valor. Nuestra vida está encaminada a esa contemplación gloriosa de la que, en
parte, gozamos ya aquí. Pero la plenitud será allá. El rostro, de alguna
manera, refleja el corazón. Y el Corazón de Cristo recoge en sí todo lo que
Dios nos quiso mostrar. ¡Corazón de Jesús, haz mi corazón semejante al tuyo!
San Pablo entrega su vida mostrándonos, hasta el final, el rostro de
Dios en Cristo. Mientras espera su juicio y su muerte, humildemente, desde
su casita particular desconocida, nosotros desde la nuestra, propaga el
evangelio en el corazón de algunos hombres y mujeres, una «levadura que
levantará toda la masa». ¿No te ves impulsado a ello?
Podemos pensar, Señor, que hoy todavía tu evangelio se encuentra frente
a un mundo impermeable; masivamente alejado de las perspectivas de la fe.
Concédenos, Señor, confiar en el progreso de tu evangelio, sin acciones
ruidosas, por el apostolado humilde, por el alma a alma, por la oración
perseverante.
Ayúdanos, Señor, a que sepamos aprovechar toda ocasión para proclamar la
«buena nueva». Ayúdanos a conocer mejor ese «reino» de Dios, a conocer mejor
«todo lo concerniente a Jesús».
Mañana es Pentecostés. La Iglesia es incomprensible sin el Espíritu. Mi
fe está llena de una inmensa confianza en Tu obra: Tú estás siempre presente,
Tú trabajas siempre en el corazón del mundo y en el mío. ¡Es de locos!
Dame, Señor, la gracia de vivir mi destino personal, el que Tú has
escogido para mí, sin compararme con los demás. Ni con Pedro, ni con Juan.
Esta semana toda la iglesia tiene esta tarea: permanecer con María a la
espera del Espíritu, que viene con su fuerza poderosa, para hacernos testigos
de Cristo.
Te ruego, Señor, por esta Iglesia, tan humana y tan divina, testigo de tu Verdad, en medio incluso de sus balbuceos y de sus búsquedas de todos los tiempos.