Las palabras de la primera carta de San Juan expresan perfectamente el
asombro de cualquiera de nosotros ante el Portal. Nosotros que sabemos que ese
Niño que balbucea y tiembla en brazos de su Madre es al mismo tiempo nuestro
Dios:
“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos
visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos
acerca del Verbo de la vida; pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos
visto, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al
Padre y se nos manifestó”.
Y al mismo tiempo son el homenaje de un Juan anciano que se recrea en el
recuerdo maravilloso de los años pasados junto a Jesús. Ahora ya tiene la
ventaja de quien sabe el final de la película y puede interpretar todo desde la
Resurrección. Eso es lo que nos pasa también a nosotros en Navidad. Sabemos que
este Niño va a transformar nuestra vida y que ha venido a salvarnos.
Ojalá el Señor nos conceda la gracia de la fe profunda, la misma que se
le concedió a Juan por su auténtico amor por Jesús. La que vemos en el final
del evangelio de hoy, cuando entró detrás de Pedro en el sepulcro vacío, pero a
diferencia de Pedro, Juan sí que tuvo fe: “Entonces entró también el otro
discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó”.
Madre, a ti te pido que no me quede en la superficie de las cosas, que no me deslumbre solamente lo que reluce en esta Navidad, que vea y crea.