Hoy, sábado santo, es el día más mariano del año y sin embargo, no es
ninguna fiesta litúrgica de la Virgen. Cristo descansa en el sepulcro, parece
que todo se ha acabado. En lo profundo de la tierra se ha colocado el cuerpo
sin vida del Maestro y, junto a él, todas las ilusiones puestas en su persona y
en su mensaje. Para muchos fue un ideal, una promesa soñada, un sueño
largamente esperado, pero al fin de cuentas, todo ha terminado, pues con la
muerte todo termina. Lo mejor que podemos desearle, piensan los discípulos, es
que nuestro querido Jesús descanse, después de tanto sufrimiento…
En medio de este abatimiento que todos podemos sentir y que muchas veces
lo habremos sentido, hay alguien que no ha tirado la toalla, que ha esperado
contra toda esperanza, que supo que la muerte no tiene la última palabra. Es
María, la Madre, la Madre con mayúsculas. Es la única que esperó en la
resurrección porque sabía quién es su Hijo, el Unigénito. Sabe que Él es
la Vida y cómo fue engendrado en su seno. Podemos pensar que la persona que
inspiró al evangelista Juan el prólogo de su evangelio fue la Virgen, porque
ella conocía bien a su Hijo: El que existía desde el principio, el que estaba
junto a Dios y era Dios. Por medio de él se hizo todo. En él estaba la vida, y
la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la
tiniebla no la recibió.
Acompañemos a María en este día de la ausencia y de la esperanza. Es el día más parecido a nuestra vida. Ni un viernes santo ni un domingo de resurrección. Vivimos muchas veces en un sábado santo. Pero con María no hay ausencia y la espera se hace gozosa. Ella nos sostiene y alienta nuestra fe. Jesús se levantará y nos levantará, y viviremos su presencia.