En las Vísperas de los días inmediatos a la Navidad, la liturgia no hace suspirar por la venida del Salvador por medio de las “Antífonas en O”, así denominadas por iniciarse cada una de ellas con la exclamación “Oh”. Meditemos en una de ellas, que dice así: “Oh llave de David y cetro de la casa de Israel, que abres y nadie puede cerrar, cierras y nadie puede abrir. Ven a librar a los cautivos que viven en tinieblas y en sombras de muerte”.
Cristo, por supuesto, es la “llave de David”, Señor de la vida y de la muerte. Con el Nacimiento de Dios, revestido de humanidad, Dios abre definitivamente las puertas de la divinidad a los cautivos en sombras de muerte. Son muchas las puertas, efectivamente, que Dios pone al alcance de la humanidad, para que podamos vivir un encuentro con él.
La Vida está dentro. El cielo, Dios, habita en tu interior. Dios ha querido hacer de nosotros su casa, su morada. La gloria habitará en nuestra tierra, j la paz le seguirá sus pasos... (Sal 85,10). Nuestra verdad, la verdad auténtica de la humanidad ya no es sólo lo terrestre, no es sólo nuestra fragilidad y limitaciones... es también la presencia de lo divino. Por esto Dios ha venido a su casa, la ha dejado abierta, que es también nuestra casa. Dios está en tu casa. Dios espera siempre en tu corazón. El hombre es una casa habitada por Dios. Pero, en principio, no nos atrae introducirnos dentro de casa. Acostumbrados al bullicio de la calle, al ritmo de los medios de comunicación, nos lanzamos a la acción. Hoy la vida es prisa, ritmo frenético, mo-vimiento de masas... El vacío, el silencio, de momento asusta. Pero es preciso, momentáneamente, dejarlo todo y entrar, suavemente ir entreabriendo la puerta que "la llave de David" ha dejado abierta, e ir descubriendo que hay Alguien esperándonos.
Es preciso, pues, entrar. Entrar suavemente, pero con decisión, con confianza... como nos sugiere la Cantata de Bach(n° 61):
Ábrete del todo, mi corazón
para que Jesús venga y se aloje dentro de ti.
Aunque yo soy sólo polvo y tierra,
Él no me desprecia,
sino que disfruta
al ver que me convierto en su morada.
¡Oh, qué feliz seré entonces!
Al ver que entro en su casa que es mi casa; en mi casa que es la suya. Dios está dentro de tu casa, de la mía, dentro de la casa de cada hombre. Entró y la dejó abierta. Nadie puede cerrarla. Solo podría cerrarla él mismo. Pero ya no puede, porque nos ha dicho que es Amor. Y el amor es compasivo. Y la compasión siempre fue y será abertura amorosa, que lo espera todo, que lo da todo...
Podríamos pensar que Dios nos ha dejado muchas puertas para encontrarnos con él. Que no todas ellas estén bien abiertas, pero nos ha dejado una ayuda singular para llegar a él por cualquiera de las puertas: santa María.
Santa María: la llave de Dios, la estrella que nos guía, la puerta que abre el mundo a Dios, la que da acceso a la Casa de la Luz, la ventana abierta a las estrellas, el camino trazado y preparado para servir con alegría, la carta que —cada día— recibo, escrita con caracteres imborrables de amor y que me convoca al encuentro, al servicio, a la comunión, al compromiso, a la entrega, a la alegría y a la fiesta... Porque es una carta que, en sus trazos siempre trae dibujado el rostro del Hijo, del Amado. No podría ser de otra forma la carta de la Madre.
Una carta que invita a la alegría, la alegría de llevar a Cristo que invita al "Sí", "hágase tu voluntad". Es la llave de Dios porque tiene guardada en su corazón la Palabra, la Llave de David; y es mujer, y como tal colaboradora íntima de Dios; como toda mujer, colaboradora del Dios de la Vida. Con ella corremos hacia las fuentes de la Vida.
Santa María, puerta del cielo: ruega nos nosotros. Santa María del Adviento: tráenos al Salvador.