El Señor nos regala un año más este tiempo fuerte del Adviento. Es tiempo litúrgico, pero sobre todo es catarata de gracias con las que Dios nos inunda. Es una oportunidad de oro para demostrarle nuestro amor y una campaña de la Iglesia para la nueva evangelización.
Durante este tiempo nos preparamos para celebrar la venida del Hijo de Dios en la humildad de la carne, pues bien, creo que la mejor manera de hacerlo es orar, orar mucho y de la manera más perfecta que nos sea posible. Hace unos días leí en un libro sobre la oración una definición de la misma: “orar, es pensar en Jesús amándole”. Es del hermano Carlos de Foucauld, un hombre que hizo de la oración su principal medio de encuentro con Dios y con los hombres. Un buen ejemplo para nosotros en este tiempo de Adviento y una invitación a la búsqueda del conocimiento de Dios en la oración. Me parece especialmente interesante este matiz de la oración porque apenas se insiste en él.
La oración colecta de la misa nos puede servir para la composición de lugar: “Despierta tu poder y ven, Señor; que tu brazo liberador nos salve de los peligros que nos amenazan a causa de nuestros pecados”. Verdaderamente estamos amenazados, pero no tanto por el paro –que también; ni por el calentamiento global, al menos de inmediato, ni por los resfríos propios de invierno que se acerca; sino sobre todo por nuestros pecados. Empecemos la oración de hoy gritando al Señor que muestre todo su poder perdonando nuestros pecados, e inmediatamente sintámonos perdonados y abrazados por Él.
El primer personaje que presenta la liturgia de adviento es al profeta Isaías, hoy en la primera lectura (Is 29, 17-24) el profeta habla al pueblo de Israel que pasa una tremenda crisis y le habla con palabras de esperanza: “Pronto, muy pronto, el Líbano (mi alma con las mil dificultades que la aplastan) se convertirá en vergel (lugar apacible), el vergel parecerá un bosque (del que se pueden sacar muchos frutos); aquel día (ahora) oirán los sordos las palabras del libro (habla, Señor, que tu siervo quiere escuchar); sin tinieblas ni oscuridad verán lo ojos de los ciegos (Señor, que te vea)”.
En el Evangelio (Mt 9, 27-31), Jesús cura a dos ciegos. Éstos, le siguieron hasta la casa. e iban gritando: “Ten compasión de nosotros, Hijo de David”. Jesús les dijo: ¿creéis que puedo hacerlo? Contestaron: Sí, Señor. Entonces les tocó los ojos diciendo: Que os suceda conforme a vuestra fe. Y se les abrieron los ojos.
Meditemos en nuestras cegueras, en todo aquello que no nos deja ver a Dios, en aquello que nos impide ser humildes, que nos hace “sabios y entendidos” y nos oculta lo que está revelado a la gente sencilla (Lc 10, 21-22); y gritemos como los ciegos del evangelio: ¡Jesús, ten compasión de nosotros! ¡Jesús que vea! ¡Jesús que te vea!
En María encontramos la orante humilde y perseverante que supo ver a Dios y acogerle en su corazón. Y precisamente por esto, María es la misionera por excelencia.
Nuestra oración será conforme al corazón de Dios si salimos de ella con fuerzas para anunciar con valentía que el Señor está cerca, que llega a liberarnos sobre todo de nuestros pecados. Si somos testigos de esperanza en medio de un mundo que no cree en Dios, y que no le espera.
Terminemos, la oración con un coloquio a Nuestra Señora. Elijo para ello algunas frases del P. Morales: “¡Santa María del Adviento, contigo quiero vivir con intensidad creciente esta expectativa anhelante! Corazón Inmaculado de María, ¡prepara en nuestros corazones los caminos del Señor! ¡Dios te salve, María… llena de gracia,…!