27 marzo 2013. Miércoles santo – Puntos de oración

Hoy, el Evangelio nos propone —por lo menos— tres consideraciones. La primera es que, cuando el amor hacia el Señor se entibia, entonces la voluntad cede a otros reclamos, donde la voluptuosidad parece ofrecernos platos más sabrosos pero, en realidad, condimentados por degradantes e inquietantes venenos. Dada nuestra nativa fragilidad, no hay que permitir que disminuya el fuego del fervor que, si no sensible, por lo menos mentalmente nos une con Aquel que nos ha amado hasta ofrecer su vida por nosotros.

La segunda consideración se refiere a la misteriosa elección del sitio donde Jesús quiere consumir su cena pascual. «Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle: ‘El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos’» (Mt 26,18). El dueño de la casa, quizá, no fuera uno de los amigos declarados del Señor; pero debía tener el oído despierto para escuchar las llamadas “interiores”. El Señor le habría hablado en lo íntimo —como a menudo nos habla—, a través de mil incentivos para que le abriera la puerta. Su fantasía y su omnipotencia, soportes del amor infinito con el cual nos ama, no conocen fronteras y se expresan de maneras siempre aptas a cada situación personal. Cuando oigamos la llamada hemos de “rendirnos”, dejando aparte los sofismas y aceptando con alegría ese “mensajero libertador”. Es como si alguien se hubiese presentado a la puerta de la cárcel en la que estamos recluidos y nos invitase a seguirlo, como hizo el Ángel con Pedro diciéndole: «Rápido, levántate y sígueme» (Hch 12,7).

El tercer motivo de meditación nos lo ofrece el traidor, que intenta esconder su crimen ante la mirada escudriñadora del Omnisciente. Lo había intentado ya el mismo Adán y, después, su hijo fratricida Caín, pero inútilmente. Antes de ser nuestro exactísimo Juez, Dios se nos presenta como padre y madre, que no se rinde ante la idea de perder a un hijo. A Jesús le duele el corazón no tanto por haber sido traicionado cuanto por ver a un hijo alejarse irremediablemente de Él.

Detengamos nuestra reflexión en Judas. ¿No es cierto que en lo más íntimo de cada uno de nosotros anida también un poco de ese Judas traidor? Es sin duda la herencia del pecado original, pero también herencia alimentada por muchas e incontables infidelidades personales. Así lo expresa el poeta:

Llevo en mi ser dos sangres.
Dos semillas: el odio y el amor.
Tengo un poco de Cristo,
y otro poco de Judas el traidor.
Me bullen en las venas; y me laten
en los pulsos los dos.
Igual que si los dos vivieran prisioneros
con una sola esposa –muñeca con muñeca-,
en mi celda interior.
Los dos caminan por mis pensamientos.
Los dos resuenan juntos en mi voz.
A veces se confunden, fundiéndose, sus presencias.
¿Es odio o es amor?
¡Qué deseos de quedarme
con mi poco de Cristo,
matando al otro poco
de Judas el traidor!
Pero Judas se esconde y se oculta.
Sé que está en mí y no puedo acorralarlo.
Judas es como un coágulo letal que, solapado,
camina por mi sangre
por mis venas y sin control.
Mas, Señor, ¡no dejes que ese coágulo
llegue a mi corazón!

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