La tónica de este 4º domingo de cuaresma es la reconciliación.
Necesitamos la reconciliación, porque andamos divididos: escindidos
interiormente, separados de nuestros semejantes, alejados de Dios. En esto
consiste la esencia del pecado. Es en esas tres relaciones donde decide el ser
humano su verdad, el logro o el malogro de su vida, en una palabra, su
salvación.
San Pablo nos invita con insistencia: “¡Os suplicamos que os dejéis
reconciliar por Dios!”
Pero es sobre todo Jesús el que nos habla hoy en el Evangelio de la
reconciliación, de forma tierna y rotunda a la vez, en la parábola del hijo
pródigo. Despliega su imaginación y su creatividad. Se ve que sentía con
especial fuerza aquello que quería transmitir.
Esta parábola es motivada por el reproche de los fariseos: “Ese
anda con pecadores y come con ellos”. El mismo tono que percibimos en el
reproche del hijo mayor: “Ese hijo tuyo…”
Jesús responde contándonos quiénes son esos, los pecadores,
quiénes son los que se tienen por justos, y, sobre todo, quién es Dios o,
mejor, qué hace Dios ante el pecado humano.
El hijo menor es el prototipo del pecador, y el estereotipo del
pecado: la ruptura con el padre, la renuncia a la propia identidad de hijo,
pero, eso sí, aprovechándose de la herencia, de los dones recibidos del padre. Exigiendo
lo “suyo” rompe vínculos, para vivir el sueño de una libertad sin límites.
Pero, alejado de la casa del Padre, que le asegura su identidad y su
dignidad de hijo, el ser humano se pierde, daña su libertad, se hace esclavo y
siente en su interior el hambre de sentido que sólo el Padre pueden saciar.
Sin embargo, nadie está definitivamente perdido, incluso los más alejados
conservan en su interior la nostalgia que les permite escuchar la llamada a
volver a casa. “Entrar dentro de sí” es el punto de inflexión. Saber romper con
la superficialidad cotidiana a la que muchas voces nos llaman continuamente,
estar atentos a las dimensiones más profundas de nuestra vida, tratar de “vivir
conscientemente”, de no descuidar el propio interior. El mejor modo de hacerlo
es la oración, pues sólo en ella descubrimos la verdad definitiva de nuestra
vida: la de ser hijos.
El padre no espera sentado. No. Sale al encuentro, busca al hijo como a la
oveja perdida y, sin esperar las palabras de arrepentimiento, lo abraza y lo
llena de besos. El que estaba muerto ha renacido, “es una criatura nueva, lo
viejo ha pasado, ha aparecido algo nuevo”, dice la 2ª lectura de la misa de
hoy.
Pero el hijo mayor no participa de las entrañas de misericordia del padre.
La suya es una justicia que espera una recompensa, sin comprender que el premio
mayor es estar en la casa del padre. También él, aun sin saberlo, está lejos,
pero es un alejamiento interior, menos visible y, por eso, más difícil de
descubrir.
Su actitud le impide reconciliarse con su hermano, reconocerlo como tal y
alegrarse. Pero también a él lo busca el padre para invitarlo a la fiesta:“todo
lo mío es tuyo”.
La casa del Padre, la tierra prometida a la que llega el pueblo de Israel,
tiene sólo un camino y una puerta de entrada: la reconciliación.
Reconciliarse con Dios y reconocerlo como Padre, que es también reconciliarse
consigo mismo (recuperar la dignidad de hijo) y con los demás (reconocerlos
como hermanos). Esta triple reconciliación es el regalo que nos ofrece el
sacramento de la reconciliación.
¿Con quién debo reconciliarme yo? ¿Qué aspecto de mi vida no está
reconciliado interiormente y se encuentra todavía en “un país lejano”? ¿Con qué
personas concretas debo hacer un esfuerzo de reconciliación? ¿Con quién no
estoy todavía dispuesto a celebrar la fiesta que Dios nos ha preparado?