Al comenzar hoy la meditación invoquemos de todo corazón al Señor con la confianza de la antífona de entrada “yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío; inclina el oído y escucha mis palabras. Guárdame como a las niñas de tus ojos, a la sombra de tus alas escóndeme”.
Creo que la mejor actitud para la oración de estos días es suplicar al Señor por su Iglesia. Con las mismas palabras con que el papa emérito Benedicto XVI pidió en su momento esta actitud orante: “En esta hora, sobre todo, roguemos con insistencia al Señor para que nos dé de nuevo un pastor según su corazón, un pastor que nos guíe al conocimiento de Cristo, a su amor, a la verdadera alegría”.
La primera lectura es del profeta Daniel (Dn 3,25.34-43). Recoge una bellísima oración, modelo de humildad y confianza dicha por Azarías uno de los jóvenes hebreos que fue deportado a Babilonia y hombre de fe según la carta a los hebreos en clara alusión a aquellos que “detuvieron la fuerza del fuego”. (Heb 11:34.) Dice así:
«Por el honor de tu nombre, no nos desampares para siempre,… no apartes de nosotros tu misericordia” Y reconociendo que por sus pecados se encuentran en un momento dificilísimo de su historia, añade: “Por eso, acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde,… Que éste sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados. … Trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia”.
En el evangelio del día, san Mateo recoge la pregunta del apóstol Pedro al Señor: “si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Jesús le contesta: no te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.”
El tema del perdón tiene muchas vertientes. El resentimiento es de las cargas más pesadas que una persona puede llevar consigo. Físicamente nos enferma, mental y emocionalmente nos deprime, y espiritualmente nos estanca. Es por esto que aprender a perdonar es muy importante, y aunque pueda ser muy difícil, siempre es posible con la gracia de Dios.
El perdón que nosotros concedemos a otros y que buscamos nosotros mismos, es indivisible. Muchas personas tienen que luchar durante toda su vida para poder perdonar. El bloqueo sicológico sólo se rompe finalmente mirando a Dios, que nos ha aceptado “siendo nosotros todavía pecadores”(Rm 5,8). Dado que tenemos un Padre Misericordioso, son posibles el perdón y la vida reconciliada.
Todos los días rezamos el padrenuestro que es la oración que el mismo Jesús reza por su Iglesia. En ella decimos: “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Con lo que condicionamos el perdón de Dios al perdón que nosotros demos a los demás.
Practiquemos pues la misericordia con todos, especialmente con los pobres y necesitados. Termino con este bellísimo comentario del obispo San Cesareo de Arles (470-543): “Os pregunto, hermanos, ¿qué es lo que queréis o buscáis cuando venís a la iglesia? Ciertamente la misericordia. Practicad, pues, la misericordia terrena, y recibiréis la misericordia celestial. El pobre te pide a ti, y tú le pides a Dios; aquél un bocado, tú la vida eterna...Por esto, cuando vengáis a la iglesia, dad a los pobres la limosna que podéis, según vuestras posibilidades”.