Empezamos nuestra oración invocando al Espíritu Santo: “Ven Espíritu Divino e infunde en nuestros corazones el fuego de tu amor”.
En la primera lectura de este día, procedente del primer libro de Samuel, se nos relata elección y unción, por parte de Dios, del Rey David. Dios mandó a Samuel a Belén para que encontrase al futuro rey de Israel y que lo ungiese en su nombre. Samuel pensó que el futuro rey elegido por Dios tendría buena planta y apariencia física, que es lo que realmente piensan los hombres cuando buscan a un hombre de éxito. Pero Dios no mira como los hombres, no se fija en las apariencias externas o en capacidades aparentemente brillantes; Dios mira al corazón de cada uno y elige al último y más humilde de todos como rey de Israel. Se trata de David, el más pequeño y humilde de sus hermanos, un trabajador, un pastor que cuida de sus ovejas. Pidámosle al Señor que no juzguemos nunca a los hombres por su apariencia sino que seamos capaces de mirar más allá, profundamente, y no quedarnos en la superficie.
En el Evangelio se nos recuerda que el Señor también es Señor del sábado. Esto quiere decir que en cada uno de nuestros días tenemos que hacer que esté presente el Señor. No sólo dejar a Dios que entre en nuestra vida los fines de semana, sábado y domingo, es decir en nuestros días de descanso. Hay que dejar que entre todos los días en nuestro corazón, haciéndole presente en cada una de nuestras acciones y pensamientos, escuchándole y teniéndole en cuenta.
Que la Virgen María, madre nuestra, la más humilde y pequeña nos haga como ella y nos dé sus ojos para mirar más allá a cada uno de nuestros hermanos.