“Y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa «Dios con nosotros»” (Mt 1,
23). Y las lecturas de hoy domingo giran alrededor de esta impresionante e
inaudita verdad: Que Dios está entre nosotros. No solo por esencia (siendo la
razón de ser de las cosas), no solo por potencia (en cuanto que todo está
sometido a su poder) y no solo por presencia (en cuanto que todo queda al
descubierto ante El) sino algo mucho más maravilloso: que se hizo carne, uno de
nosotros; que plantó su tienda entre nosotros; que se quedó entre nosotros en
la Eucaristía; que habita dentro de cada uno de nosotros mientras no le
rechacemos por el pecado.
La primera lectura (“Eché raíces entre un pueblo glorioso, en la porción
del Señor, en su heredad, y resido en la congregación plena de los santos”) nos
anticipa ya desde el Antiguo Testamento esa s de Dios entre nosotros. La
antífona del salmo responsorial no hace más que cantar y proclamar esa realidad
maravillosa, que “La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros”. San Pablo
en la segunda lectura, carta a los Efesios, invita a la acción de gracias al
Padre por concedernos don tan admirable: a su propio Hijo. Y, finalmente, el
evangelista san Juan trae a la consideración de nuestra oración su admirable
prólogo: “La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros”.
Sobran ya las palabras ante esta Palabra. Una sola Palabra habló el Padre,
y esta es su Verbo. “En darnos, como nos dio, a su Hijo –que es una Palabra
suya, que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en toda esta
sola Palabra, y no tiene más que hablar” (S. Juan de la Cruz).
Agravio, pues, hacemos a Dios deseando visión o revelación nueva. Todo nos
lo ha dicho y entregado por el Hijo. Solo resta mirarle en el sagrario, mañana
y siempre en nuestra oración, y escuchar esa divina Palabra que una y otra vez
nos dice y repite: “Dios es amor”.