Nos acercamos a la oración
probablemente llenos de tribulaciones, de ese ruido interior que el mundo
externo nos trasmite. La experiencia nos ha enseñado una y otra vez que el
amigo con el que nos vamos a encontrar es “Aquel al que los vientos y el mar
obedecen”, esperamos de una forma más o menos consciente la dádiva de la
paz, esa serenidad que nos da el don de discernir lo verdaderamente importante
de lo accesorio.
Empecemos por dar gracias a Dios, por
poder tener entre nuestras manos la “Sagrada Escritura”. La Biblia
contiene la “Revelación de Dios al hombre”, es decir la acción de “revelarse
a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad” (Dei
Verbum-Vaticano II). Ahora bien, nuestra fe nos lleva al encuentro personal con
un Padre que nos ama y un Hijo que representa el momento culminante de la
revelación. Nuestra fe nos permite una espiritualidad dialógica,
donde escuchamos y hablamos con nuestro Dios. No tenemos “una
religión del libro”, la Biblia no es un libro “caído del cielo” que nos marque
incuestionablemente nuestra vida, como puede ser el Corán.
Así en la primera lectura del profeta
Oseas, un profeta muy afectivo, nos presenta sus oráculos como amores entre
Dios e Israel utilizando el símil de un matrimonio. Los hechos que nos relata
el profeta son una escenificación dramática que trasmiten una idea teológica:
Israel ha sido infiel a su vocación y ha adulterado, apartándose de Yahvé, su
único marido. Dios enseñará al infiel el camino de la reconciliación: “Quiero
misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos”.
El salmo insiste en el “Quiero
misericordia y no sacrificio”, parece que la Iglesia, madre y
maestra, nos repite una y otra vez la idea para que nos cale, nos penetre. “Educar
es repetir, repetir, repetir”, nos diría el padre Morales.
“Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión, borra mi culpa”. Comienza el salmo con una apelación a la misericordia,
siendo este verso una síntesis del resto.
“Los sacrificios no te satisfacen: si
te ofreciera un holocausto, no lo querrías”. El sacrificio sin la conversión interna no sirve.
El evangelio del fariseo y publicano
de Lucas está en la misma línea de pensamientos que las lecturas del Antiguo
Testamento. También es un pasaje perfecto para recordarnos la espiritualidad de
las “manos vacías” de Abelardo. “Cuando uno se dirige a Dios desde la
más profunda miseria, desde la hondura de su nada y pequeñez, el Señor lo
escucha y lo libra de sus angustias”. (Abelardo-aguaviva-pág.265).
“Vosotros, todos los
que vuestras miserias os han hecho pequeños, sabed que Dios os ama, os espera,
os acoge como no puede hacerlo ni la más tierna de las madres”. (Abelardo-aguaviva-pág.265).
Demos gracias de nuevo a Dios, por la
Revelación, por la Palabra escrita, por la Palabra vivida, por aquellos que nos
la han transmitido, especialmente por la Madre que nos ayuda a entender estas
cosas con el corazón.