Las lecturas del día de hoy nos
hablan de humildad, de la humildad que debe orientar nuestra búsqueda de Dios.
A menudo nos enfadamos con Dios porque nos creemos con derecho a algo. Como
creyentes tenemos derecho a que el Señor nos regale en la oración, nos salgan
las cosas bien, se cumplan nuestras peticiones en el tiempo y modo que nosotros
determinamos. Como practicantes tenemos derecho a que se nos reconozca nuestra
entrega, se nos agradezca nuestra generosidad, se nos premie nuestra piedad. Y
cuando las cosas no son así es cuando nos ponemos furiosos, nos frustramos,
pataleamos. Estamos en la época que más hablamos de derechos a pesar de que,
posiblemente, sea la época en que más están siendo vulnerados los derechos humanos:
derecho a decidir mi sexo, derecho a tener un hijo, derecho a rehacer mi
vida... ¡Hasta se proclama el derecho al aborto! Aunque seamos creyentes, no
estamos libres de esta corriente de pensamiento que también se manifiesta en la
vida del espíritu.
Algo así le pasó a Naamán el sirio,
un hombre notable y muy estimado por su señor que acumulaba éxitos en su
carrera militar. Como era un hombre importante, se creyó con derecho a ser
curado de su lepra, ¡para ello llevaba una fortuna en regalos, dinero y oro!
Además, llevaba una carta de recomendación ¡nada menos que del rey de Siria!
Era un recomendado de su señor. Por ello, cuando no se le trató de acuerdo con
su estatus se puso furioso y se marchaba.
A pesar de esto, no debía ser mal
tipo el tal Naamán: su Señor le estimaba mucho, la muchacha israelita al
servicio de su esposa le debía apreciar pues fue ella la que puso en su
conocimiento la existencia del profeta que le curaría. Además, cuando se
marchaba furioso después de las palabras de Eliseo, sus servidores se le
acercaron para rogarle que aceptara humildemente las indicaciones del profeta.
Y fue precisamente este gesto de
humildad el que le trajo la curación de su enfermedad. Y es que el orgullo es
como una lepra que nos va comiendo y nos hace ir perdiendo la sensibilidad a
las cosas de Dios, como la lepra la sensibilidad de los miembros. En cambio, la
humildad, el no creernos con derecho a nada, nos hacer ver la vida con
gratuidad, nos permite ver a Dios en los pequeños o grandes acometimientos de
la vida cotidiana. Por eso es por lo que Naamán pudo exclamar: «Ahora conozco
que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel». Después de hacer
un humilde acto de fe es cuando descubrió a Dios, y además quedo curado de su
enfermedad.
Que no nos pase a nosotros,
creyentes, practicantes y devotos, como a los fieles de la sinagoga de
Nazareth, que por ser paisanos de Jesús se creyeron con el derecho a un trato
especial. Nos dice el evangelio que todos en la sinagoga se pusieron furiosos
y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo. ¡Qué tremendo que mi orgullo sea
capaz de expulsar a Dios de mi vida, de despeñarlo!
Que la Virgen María, la escogida de
Dios, precisamente por su humildad, nos ayude a entrar en este tiempo de
cuaresma por caminos de humildad.