3 marzo 2018. Sábado de la II semana de Cuaresma – Puntos de oración


Pedir gracia
Cómo pórtico, al preparar nuestra oración, se nos presenta, en la primera lectura, esta idea “Pastorea a tu pueblo… que anda solo en la espesura, en medio del bosque”. Y podemos pensar en las “espesuras de los bosques” en los que a diario nos movemos. En unos, serán las relaciones humanas, las dificultades laborales, el esfuerzo por mantener la esperanza, en otros será el desorden de sus sentimientos, afectos, la falta de sensibilidad con el dolor ajeno, la autorreferencialidad, miedos, incertidumbres y otras mil espesuras.
Aunque, rápidamente, el profeta Miqueas nos orienta la brújula hacia el norte. Y lo hace a través de un diálogo confiado, “¿Qué Dios hay como tú…? ...capaz de perdonar… pues le gusta la misericordia… y arrojará nuestros pecados”. En efecto, el perdón y la misericordia sobre nuestros pecados (la espesura del bosque que decíamos antes), es lo que más necesitamos para volver a encontrar luz, paz, alegría. Aún más. Esos frutos que observamos en nosotros, y que vienen de arriba, como dice S. Ignacio, pueden ser el impulso para los proyectemos sobre los demás. Sin duda que nos ayudará a conseguirlo, el pedir constantemente esas gracias que necesitamos para guiarnos.
El Señor es compasivo y misericordioso
Para invitarnos a la confianza en el Señor, el salmista se llena de expresiones de gran cercanía con Él. Comienza con invitarnos a no olvidar los beneficios recibidos. Cuando esto lo tenemos en cuenta, al iniciar el tiempo de oración, notamos su influencia benefactora.
Continúa con estas expresiones que bien podrían ser un programa de cuaresma; perdona, cura, rescata, colma. Nos llena de gracia y ternura, termina diciendo. Meditar que Dios rodea mi alma herida, con su gracia y ternura, puede llevarnos a largos ratos de oración, admirándonos, saboreando, dando gracias... ¡Sí! Dios es Dios y su acción es admirable al no tratarnos como merecen nuestros pecados ni pagarnos según nuestras culpas. Aún más, aleja de nosotros nuestros delitos tanto como dista el oriente del ocaso. Estas maravillas realmente las experimentamos en el encuentro misericordioso de la confesión.
Hijo, tú siempre estás conmigo
¿Qué mejor modo de meditar estas cosas que con una parábola presentada por Jesús? De entrada, se nos dice que TODOS se acercaron a escucharlo. ¡Qué curioso! Ese “todos”, son los publicanos y pecadores. “Tú y yo”, que diría el venerable Tomás Morales.
Pero, había otros a los que no les parecía bien porque, ¡oh maravilla!, acogía y comía con pecadores. Y volvemos a pensar que Jesús me acoge y come conmigo. Mi pecado, “esa espesura del bosque”, no le asusta ni le impide querer venir a mi casa. Parece que no acabamos de creerlo y por ello utiliza una parábola donde se desborda el amor.
Si te ayuda, puedes pensar que, dentro de ti, habitan esos dos perfiles de hijos. El que tira la gracia, malgastándola en el pecado, la mediocridad, el olvido del otro. Esa actitud que piensa en llenarse de lo de fuera y que al final añora hasta aquello con lo que se alimentan “los cerdos”. Es decir, lo más inútil, bajo y sin sentido. En otro perfil sería el de aquel que vive su fe y entrega al Señor desde el despecho y juicio hacia los que le rodean. No es capaz de alegrarse de la regeneración de otro, vive desde el mero “rellenar la hoja de servicio”. La relación con Dios no es afectuosa, tierna y cariñosa (como nos dice el salmo), sino alguien lejano. Alguien al que debemos cumplir sus órdenes.
Sin embargo, ¡qué anchura de corazón la de nuestro Dios! Podríamos decir que su corazón es tan ancho que no tiene costuras. Y nos quedamos extasiados de amor escuchando de los labios del Padre; “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse”.
Lecciones que nos da Jesús para aprender a vivir desde la clave de hijos, porque “estoy siempre con él, lo mío es suyo y celebra banquete cuando regreso”. ¡Cómo no acordarse ahora de la Madre! Ella, sus manos, son las que se acercan a “mis espesuras” y me ayudan a salir hacia el Padre. Ella, apostada en el marco de la puerta o en el altozano de cada encrucijada de mi vida, ora insistentemente esperando mi regreso. Que seamos “Ella” cuando veamos a alguien alejado “de sí” y del Padre. Ella, María Virgen, realice hasta nuestro último aliento, el milagro de no desconfiar en nuestras repetidas miserias y fracasos.

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